Category: Nada es ficción

Picaraza

Era una estampa de familia feliz: la niña se tiraba al agua y trataba de llegar más lejos en cada salto, el padre respondía con sonoras carcajadas, la madre abrazaba al bebé que se sentía feliz en el agua y no paraba de chapotear. El padre siempre dejaba las gafas en una silla junto a la piscina, la madre se zambullía con gafas de agua para no perder las lentillas. Era la casa en la que ella había pasado todos los veranos de su infancia. Y no había vuelto desde que dejó de irse de vacaciones con sus padres. Fue su madre la que le sugirió que pasaran allí unos días: ella se encargaba de pagar a los que cuidaban el jardín y la piscina. También se ocupaba de la limpieza, el calendario y el alquiler, que se repartía entre los familiares, una vez descontados los gastos de mantenimiento. Su madre era la hermana más pequeña y la gestión había recaído sobre ella de manera casi natural. Familias en verano y grupos que organizaban fiestas eran los inquilinos más habituales. Para las familias había una tarifa más baja, a los grupos la madre les pedía un depósito y hacía que guardasen los cuadros en el estudio que se cerraba con llave. El caballete de su abuelo estaba en una esquina. Era una especie de homenaje. Los cuadros llenaban las paredes y el suelo del estudio. Recordaba haberlo acompañado mientras pintaba algunos de esos lienzos. Vio uno de los retratos que le había hecho. Lo miró tratando de buscar parecidos con sus hijos.

La casa era enorme, demasiado grande para ellos cuatro. Todo estaba pensado para muchos: la vajilla, las mesas, los sofás, las habitaciones. En el primer recorrido por la casa, reconoció la cuna en la que había visto dormir a sus hermanos y primos más pequeños. A veces, ponían a dos bebés a la vez. Había fotos que lo demostraban. Recordaba cuando hicieron las fotos, pero no si llegó a verlas reveladas. Entonces no le parecía peligroso. Ahora, al recordarlo, le parecía una temeridad. Ocuparon la habitación de las tres camas, que seguía llamándose así a pesar de que hacía años que solo había dos camas. Su marido bromeó con que nunca hubieran estado en esa casa. No hacía falta que me ocultaras que tenías una casa así, no te quiero por tu dinero, dijo. Ella no respondió. El bebé todavía dormía con ellos. La primera noche, la niña pidió dormir en la cama grande con su madre y el bebé. El padre quedó expulsado de la cama de matrimonio y ocupó la cama pequeña.

Veía ahora por primera vez la cocina reformada. No sintió nada de nostalgia de la vieja cocina que parecía de juguete. Recordaba la caldera: siempre comprobaban que tuviera llama antes de ducharse. Sí recordaba la reforma de la que salieron los dos baños. El diseño final fue consensuado tras arduos debates en sobremesas interminables entre sus tíos, su madre y algún primo que siempre creía estar un poco más cerca de la verdad. Su abuela, dueña de la casa, solo pidió que hubiera un plato de ducha sin escalón.

La piscina no siempre había estado ahí. Había sido un viejo empeño de su abuelo. Se bañó en ella con todos sus nietos. Su abuelo no era un gran nadador, pero le ponía mucho entusiasmo. Ahora todo el mundo apuntaba a sus hijos a natación desde bebés. Se llamaba matronatación y ellos también habían sucumbido a esa moda. Por eso ahora la niña saltaba sin miedo y nadaba hasta su padre con un par de corchos en el culo. El bebé también iba a matronatación. Por eso no le asustaba la piscina. La niña había dejado a su bebé, un muñeco con el cuerpo de tela rosa y un ojo roto, al borde de la piscina. Lo llevaba a todas partes atado al pecho, como su madre llevaba al bebé. Tenía el ojo izquierdo roto, lo que le daba un aire siniestro al muñeco. Cada poco tiempo, la niña cambiaba de nombre al bebé: le ponía el de su hermano, el de otros bebés que conocía en el parque o el de personajes de ficción. Durante casi veinte días fue bebé Íñigo Montoya.

Tuvieron que convencer a la niña para salir del agua. Tenía los labios amoratados y tiritaba. El padre extendió una toalla, envolvió a los niños en otras y los sentó en sus piernas. Ella hizo quince largos a crol y cinco a espalda. Luego cruzó la piscina buceando. Estaba de pie en mitad de la piscina. Un avión surcaba el cielo. Lo había oído primero la niña, había gritado un avión, mamá, y ahora estaban los tres mirando hacia arriba. Había una picaraza en el poste de la luz. Ella tuvo la sensación de que sus miradas se cruzaron un segundo antes de que el pájaro emprendiera el vuelo. Cuando llegó a la escalerilla para salir, ya había espantado la idea de que había sido un mal presagio.

*Cuento de verano publicado en Heraldo de Aragón el 22 de agosto de 2017.

El cine o la vida

Francesco Carril y Jonás Trueba.

Hacer una película, escribir un libro o pintar un cuadro son cosas que se hacen también cuando no se están haciendo. Y ese es uno de los temas de los que habla ‘Los ilusos’, segundo largometraje de Jonás Trueba (Madrid, 1981), una película que él define de entretiempo, porque está hecha “en nuestros ratos libres, entre otros trabajos y ocupaciones”. También es una película de entretiempo porque casi ninguno de los personajes tiene un trabajo, todos están a la espera. ¿Qué hace un director de cine cuando no está haciendo una película? A esa pregunta responde ‘Los ilusos’. Lo que hace es estar con amigos, pasear, ir al cine, cenar en restaurantes baratos, pensar, leer, vivir.

La película es emocionante y tiene muchas capas. Por ejemplo, uno de mis momentos favoritos es cuando León (Francesco Carril) y Sofía (Aura Garrido), los protagonistas, salen de ver ‘Le père de mes enfants’, de Mia Hansen-Løve, y él le habla de otra película en la que dos personajes salen del cine. La voz en off del propio Jonás tapa la del actor mientras vemos los letreros luminosos de algunos cines madrileños. También me gusta que uno de los escenarios que más aparece sea una librería, que la casa del protagonista esté llena de libros, que salgan ‘Suicidio’, de Eduard Levé, ‘Suicidios ejemplares’, de Enrique Vila-Matas, entre otros títulos, y que se lea la contraportada del libro del zaragozano Chusé Izuel ‘Todo sigue tranquilo’. Tiene sitio para el humor y no le da miedo que los personajes caigan en el ridículo. Son unos ilusos que persiguen a directores de cine, conocen a chicas, beben de día y se acuestan al amanecer.

Jonás Trueba ha incluido las claquetas, los cortes, alguna repetición, a él mismo explicando qué va a hacer, como cuando anuncia que va a grabar el sonido de la Plaza Mayor de Madrid y la cámara nos enseña los tejados. Es una declaración de amor al cine y es absolutamente contagiosa: explica tan bien cuál es la belleza del cine que acabas conquistado, conmovido, emocionado y con ganas de hacerte cineasta.

‘Las ilusiones’ (Periférica), primer libro de Jonás Trueba, sirve como complemento perfecto a la película y conserva su independencia. Es un relato sobre las posibilidades, las dudas, las ilusiones que preceden al rodaje. Una pieza breve y sencilla, que tiene algo de Marguerite Duras y que da pena acabar.

‘Los ilusos’ se estrenó hace una semana en la Cineteca del Matadero de Madrid, donde podrá verse hasta finales de abril y llegará a la Filmoteca de Zaragoza en junio. Solo hay una copia y, según Jonás Trueba, es una producción de lujo porque ha hecho la película cuando ha querido y como ha querido. Hoy domingo puede verse en el portal de Filmin, clausura el Atlántida Film Fest.

*Bañera publicada el domingo 22 de abril de 2013 en Heraldo domingo.

 

 

 

 

 

Un cuento de Navidad

Paco Tomás preparó un especial de Navidad para Wisteria Lane. Me pidió un cuento que locutó Lara López con la condición de que yo locutara el suyo.

El resultado, aquí.

El cuento que escribí es este:

Todo sucede la mañana del día de Reyes de 1990. Mis padres son muy jóvenes aún. Mi madre está a punto de quedarse embarazada de su tercer hijo, pero aún no lo sabe. De momento solo estamos mi hermano mayor y yo. Hasta hace poco mi padre trabajaba en un bingo de noche. Era cajero y cuando llegaba a casa nos traía un Tokke para mí y otro para mi hermano. Ahora trabaja en un periódico. Mi madre es médico, pero solo trabaja los veranos haciendo sustituciones en los pueblos y nosotros la acompañamos. Este verano hemos estado en Camarena de la Sierra. Mi hermano y yo jugábamos cerca de un molino y me picó una avispa en el codo. Mi hermano la mató y luego me puso barro en la picadura. Es todo lo que recuerdo: mi hermano me salvó la vida.

Vivimos en la calle Bretón, en Zaragoza. Mi hermano y yo vamos solos al colegio. La casa de mis abuelos está muy cerca, en la avenida Goya. A veces nos quedamos hasta tarde y yo me hago la dormida para no caminar y, sobre todo, para no subir los cuatro pisos de la calle Bretón.

Pasamos la Nochebuena en casa de mis abuelos: vienen mis tíos y algunos de sus amigos. Mi abuela se va a la misa del Gallo y los mayores siguen bebiendo champán. Luego, cuando mi abuela vuelve, nos avisa a mi hermano y a mí de que Papá Noel ha llegado: debajo del taquillón de la entrada ha dejado los regalos, que siempre son cosas útiles, nada de caprichos.

Aunque mi madre dice que no cree en dios, pone belén. Yo le pido que ponga un árbol, pero ella no quiere. Dice que eso es una costumbre yanki. Luego me da un poco de espumillón y alguna bola y me sugiere que las ponga en el Tronco de Brasil. Pero a mí me da miedo acercarme demasiado a ese árbol: mi tío nos dijo que esa planta les encanta a las tarántulas y si hay algo que me da miedo son las arañas. Aun así, pongo una bola en la tierra.

La mañana de Reyes me levanto y voy corriendo al salón: ahí están los regalos. Voy a la habitación de mi hermano, pero su cama está vacía. En el cuarto de mis padres no hay nadie. Me quedo frente a los regalos, esperando. Mi hermano y mi madre salen de la cocina: se miran, me miran y se echan a reír ante mi asombro. Y entonces, me lo cuentan.

*En la imagen, un tronco de Brasil, tomada de aquí.

Sobre Vainica doble

“Las Vainica fueron pioneras en cultivar una excelencia propia a partir de una mezcla de todo lo que les parecía interesante, de ir a su bola, de jugar con sus propias reglas y hablar de todo lo que consideraron oportuno. Pioneras en aquel gusto por los temas más diversos y especialmente por lo geográfico y lo histórico, lo literario, lo social y la ciencia-ficción, que luego también y a veces tan bien se cultivó en la primera época de la ochentera Movida. Pioneras en poner populares y furtivas trampas a lo sublime.”, escribe Abel Hernández aquí.

Mi canción favorita en el mundo es suya.

Historia de una canción

Durante un año tuve un grupo. En realidad, éramos una amiga que toca la guitarra y canta muy bien y yo. Por las tardes venía a mi casa y componíamos canciones. Generalmente lo hacíamos sobre la marcha. Otras veces yo escribía la letra y ella le ponía música. Llegamos a tener un Myspace con tres canciones grabadas y un videoclip. Nos dijeron que éramos las Vainica Doble de la postmodernidad -que es una de las cosas más bonitas que me han dicho. También que nos parecíamos a Ella baila sola -algo terriblemente deprimente, sí.

La canción del videoclip se llama “Una chica de mundo”, aunque en mi ordenador el archivo se llama “bacalao”. La letra habla de una chica que se parece bastante a mí: no le gusta el bacalao ni el vino de oporto ni el chocolate con mucho cacao. Alguien le dice a la chica que si quiere ser moderna y estar en el mundo tiene que comer de todo, que ya no tiene edad para que no le gusten cosas. Estar en el mundo es aprender a disfrutar de todo, es lo que le viene a decir el amigo. Ella hace propósito de enmienda pero sospecha que nunca podrá disfrutar de la carne.

Ese amigo que me aconsejaba comer de todo era Félix Romeo.

Ayer me comí una chocolatina con un 80% de cacao y el viernes probé el steak tartare por primera vez.

*El viernes 5 de octubre se presenta Todos los besos del mundo, una selección de los relatos de Félix Romeo, de cuya muerte se cumple el domingo 7 de octubre un año. Habrá una gran fiesta en Zaragoza.

Sábado

Hacía mucho que no iba a una piscina pública, y nunca había ido a la piscina en Madrid: me daba pereza. Recordaba las piscinas de Zaragoza: llenas de gente que se tiraba de bomba a solo unos centímetros de mí, era imposible nadar, y siempre tenía la sensación de que me iban a robar. Además, mi novio odiaba ir a la piscina. En parte, porque prefería hacer otras cosas, en parte, porque se las imaginaba masificadas. Pero hacía mucho calor y yo tenía un bañador nuevo. Mi novio me prometió que me llevaría a la piscina si yo le regalaba un bañador como el del chico de ‘Pauline en la playa’.

Habíamos elegido la piscina del Lago, cerca de la Casa de Campo. Habíamos mirado cómo llegar hasta allí en Google Maps. Teníamos que ir en metro hasta Lago. En los foros, decían que es una piscina de gays. Lo único que me importaba es que no hubiera demasiados adolescentes.

Cuando llegamos, la piscina estaba cerrada. En la puerta nos explicaron que estaban haciendo una huelga contra el recorte del personal sanitario en las piscinas municipales. Dos parejas jugaban a las cartas sentadas en sus toallas junto a las taquillas. Una señora que vivía en Alemania durante el invierno me dijo que ya le había sucedido lo mismo la semana anterior.

Mi novio preguntó dónde estaba el lago y yo le seguí. Había familias comiendo en las terrazas de los restaurantes y en las orillas del lago.

-Esto es otro rollo –dijo mi novio mirando a dos parejas con niños sentados en una mesa. Yo llevaba unos meses diciéndole que deberíamos tener hijos. Él creía que era demasiado pronto, decía que quería viajar. Cada vez que nos cruzábamos con una familia, él se fijaba en lo cargado que iba el padre. Yo miraba a los niños y todos me parecían guapos y encantadores.

Nos sentamos a comer nuestros bocadillos al borde del lago. El viento levantaba arena y tierra. El agua estaba sucia y había patos, gansos y barcas. Había también algunas ocas. Ninguno de los dos teníamos clara la diferencia entre pato y ganso. Las barcas se acercaban al chorro de agua que salía del géiser, en medio del lago. Apareció una camada de patitos, en fila, siguiendo a mamá pato, como en la canción infantil. Les tiramos pan y la madre lo cogió para dárselo a los patitos. Luego se alejaron en fila, dejando un rastro en el agua. Estábamos sentados mirando al frente. Los vimos irse sin decirnos nada.

*Cuento de verano publicado en Heraldo de Aragón el viernes 24 de agosto.

*La imagen está tomada de aquí.

Piscinas

Mi madre me decía la otra noche, mientras yo sudaba sin parar a la una de la mañana, que “el calor es lo mejor del mundo: piscina, gazpacho, helados…”. Aunque me encantan las tres cosas, necesito un periodo de adaptación y un ventilador.

He pasado los veranos en pueblos de Teruel: Camarena de la Sierra, Cantavieja, Urrea de Gaén, La Iglesuela del Cid y Ejulve, el pueblo de mis abuelos, al que parte de mi familia sigue yendo en verano. Es probable que este verano pase un fin de semana en La Zoma, que está al lado de Ejulve, para celebrar las bodas de oro de Aurora, la tía de mi novio. Ejulve es el único pueblo al que vuelvo de vez en cuando: para celebrar los ochenta años de mi abuela o para acompañar a mi madre a recoger a mis hermanos.

Me encantaría pasar el verano en Garrapinillos, estar todo el día en el agua y luego ir a cenar a la terraza del bar España, en la plaza del pueblo. He ido a la piscina de Garrapinillos y a la de Miralbueno, en la que hay pistas de tenis. También he estado en la piscina de Tardienta con un bikini prestado que me iba pequeño. He estado en las piscinas de Alcorisa y Berges, cuando en Ejulve todavía no había una; he estado en piscinas de agua muy fría: Camarena, Cantavieja, La Iglesuela y Teruel, en la piscina que hay junto a Dinópolis. Cuando éramos pequeños, mi madre nos llevaba a la piscina de la Hípica; aunque yo aprendí a nadar en la piscina cubierta del Huevo, con la insistencia de mi tío Paco. Con mi madre fuimos a las piscinas de Valdefierro y de La Cartuja cuando mis tíos trabajaban allí. Se encargaban del mantenimiento, pero yo creía que eran socorristas. De adolescente iba a la piscina de Ciudad Jardín con mis amigas del instituto. Creo que fue el invierno de tercero de Filología Hispánica cuando mi madre y yo íbamos a nadar por la mañana, casi de madrugada para mí, a la piscina cubierta de Utebo. En París fuimos solo una vez a la piscina cubierta de nuestro barrio, aunque compramos gorros y gafas de bucear pensando en volver. También he estado en piscinas de urbanizaciones: alguna vez íbamos a la de mis primos, en Gómez Laguna, he estado en la de una urbanización de La Pineda, en una de un hotel en Salou y en una piscina de camping. También me he bañado en la piscina de la casa en la que vivía mi tía Isa, en Orihuela, antes de mudarse. Y recuerdo la piscina de la urbanización de Jávea en la que veraneaba el escritor Julio Alejandro de Castro: me acuerdo de los pendientes que me regaló y del golpe que me di al salir a la terraza sin darme cuenta de que la puerta de cristal estaba cerrada. De todas las piscinas en las que me he bañado, mi favorita está en Garrapinillos y tiene una sirena pintada por Lina Vila.

*Bañera publicada el domingo 1 de julio en Heraldo domingo.

Lo fácil

Anicet Lavodrama es el nombre que ha elegido Benjamín Villegas para su primer disco y Verkami y el crowdfunding, la manera de financiarlo. Para promocionarlo, ha hecho un vídeo que tiene, según El País, más de 200.000 visitas, y ya ha conseguido recaudar la mitad de lo que necesita para la grabación del disco.

Hace unos días, espiando en Facebook, me encontré con el vídeo por primera vez. Se autoproclama miembro de la generación perdida, que, según el vídeo, consiste más o menos en la generación de los 80 (la mía). Según Villegas somos aquellos a los que nos prometieron casa, chalet, perro, dos hijos y una mujer (o marido) si estudiábamos. Es decir, nos prometieron ser burgueses sin hacer casi nada a cambio.

No tengo nada en contra de Villegas ni de su ingeniosa manera de promocionarse. Me alegro mucho de que consiga la financiación para su disco y entiendo el vídeo como una ficción. Lo que me preocupa es que haya triunfado tan rápido. Si lo ha hecho es porque la gente que lo ha compartido en sus muros de Facebook o que lo ha visto en Youtube se siente identificada y está a favor de ese discurso quejita, lastimero y llorón. Desde luego, tenemos motivos para sentirnos un poco estafados. Tenemos motivos para protestar por ser un país de segunda en el que no se cree en la cultura, se recortan las ayudas al cine, se recorta en educación, se permite la corrupción, el gobierno no comparece para explicar las reformas y recortes, etc. Podemos protestar y quejarnos del desprestigio que tiene la enseñanza pública, algo que favorecen sistemáticamente los presidentes de gobierno llevando a sus hijos a colegios de pago. Pero no podemos creer que lo merecemos todo solo por el hecho de haber nacido en el 80 y no en el 68, que nuestra comodidad ya está garantizada y que nos hemos ganado el derecho a un sueldo para toda la vida por haber nacido.

Sin embargo, creo que el éxito viral de este vídeo tiene más que ver con una especie de garrulismo que con una protesta seria o con un análisis crítico del mundo. Tiene más que ver con el hooliganismo y con sentir los colores que con el diagnóstico de un problema. Me recuerda un poco a la escena de la lapidación en La vida de Brian. Y lo que me molesta de verdad es que estamos rodeados, casi invadidos. No nos tomamos la molestia de pensar las cosas por nosotros mismos, de verdad, reflexionando y analizando lo que vemos antes de opinar.

El vídeo ha funcionado porque todos nos podemos sentir identificados con esa situación, porque es más fácil culpar a los demás de nuestro no éxito que asumir la realidad. Porque apela a los sentimientos más bajos y a lo fácil. Porque lo de que “el infierno son los otros” puede convertirnos en unos frustrados.