Category: Nada es ficción

Noche de los enamorados

Hoy, como estos días, tengo sentimientos contradictorios. Por un lado, la tristeza infinita que me persigue desde la mañana del 7 de octubre y, por otro lado, la alegría con la que intento contrarrestrarla, porque como dijo el lunes Luis Alegre en Zaragoza, y en esto Félix estaría de acuerdo, la alegría es nuestra venganza. La aparición de Noche de los enamorados debe ser motivo de alegría y lo es por varias razones: primero porque es una novela maravillosa, potente, breve, intensa, con muchas capas y que contiene la esencia de Félix como escritor: la obsesión, la justicia, los diccionarios, las listas, Zaragoza, el cuidado de las palabras, la investigación policial de los hechos, pero también de las palabras, la propia escritura y la vida, la culpa, o en este caso la ausencia de ella, la defensa de la verdad y, como dijo Daniel Gascón, es una biografía-iceberg de Félix. Segundo, porque nos acerca un poco a él, nos hace que hablemos de él y que lo recordemos, aunque sea doloroso. Tercero, porque la literatura es una fiesta. Cuando Lara López entrevistó a Félix tras la publicación de Amarillo, Félix le dijo que esperaba que la literatura tuviera más que ver con follar que con el fútbol. Y la aparición de un libro era para Félix un motivo que celebrar.

Además, hoy me siento especialmente huérfana de Félix. Si pudiera verme por un agujero o pudiera pedirle consejo sobre qué decir hoy, cómo empezar, me diría que hiciera un chiste, y yo podría decir que Noche de los enamorados es un libro en el que, como en La Venganza de don Mendo, muere hasta el apuntador, en este caso el escritor; y Félix soltaría la primera carcajada que rompería el hielo y arrastraría las demás. Porque a Félix le gustaba reírse y sabía que la risa es un buen cicatrizante.

Félix nos hizo mejores y más felices: nos recomendó libros, nos habló de escritores, de músicos, de películas, de discos, nos llevó a restaurantes nuevos, a bares, nos compró chucherías, discutimos con él y, aunque no tuviera razón, siempre consiguió que pensáramos las cosas desde otro punto de vista, nos hizo sentirnos importantes y demostró que casi todo puede ser tema literario si se hace bien y con honestidad, defendió la libertad, atacó ferozmente el fanatismo religioso, nos contó chistes, se emborrachó, nos llamó para felicitarnos por nuestro cumpleaños y se alegraba con todo lo bueno que nos pasaba. Poco después de su muerte, Ignacio Martínez de Pisón dijo que hacían falta varias vidas para tratar de cubrir el hueco de Félix, y bromeamos con repartirnos sus tareas y lo que hacía por nosotros: uno sería el animador, otro el que cantaría cumpleaños feliz, otro el que daría golpes en la mesa. Yo me pedí su vehemencia. Es verdad que Félix nos hizo mejores, y es verdad que sin él nuestro mundo se ve reducido. Y es verdad que hay que hacer un esfuerzo para que eso no sea así. Ser entre todos Félix.

Jonás Trueba cierra su película Todas las canciones hablan de mí con una frase de Félix Romeo: “Quiero estar aquí y ahora, ni cinco minutos antes ni cinco minutos después”. Una de las cosas que aprendí de Félix es que el estado de ánimo tiene mucho de voluntad, de trabajo y de esfuerzo. Él lo hacía para combatir la melancolía que a veces lo inundaba. Félix Romeo era un auténtico defensor del placer y de la alegría, y para demostrar que no se equivocaba tenemos que besarnos, bailar, cantar, disfrutar de todo, aprovechar las oportunidades que nos brinda la vida, escribir libros, pintar cuadros y hacer películas, canciones y discos y recomendarlas, y, sobre todo, ser todo lo felices que podamos. Ese será nuestro homenaje.

*Texto de la presentación en Madrid de Noche de los enamorados, la novela póstuma de Félix Romeo.

Félix Romeo y la risa

En El nombre de la rosa, Umberto Eco traza una ficción sobre algo que siempre ha llamado la atención de los filósofos, de los historiadores de la filosofía y de los filólogos: ¿escribió Aristóteles sobre la risa y se perdió o no llegó a hacerlo nunca? Quiero anticiparme a que suceda algo similar con Félix Romeo: él era la risa, estaba a favor de la risa, le gustaba reírse, que se rieran sus amigos y veía el mundo más en clave cómica que trágica.

Félix Romeo era uno de los inventores en la sombra de algunas “Toponimias” de la sección dominical del programa de Miguel Mena, “A vivir Aragón”. La toponimia es una mezcla entre adivinanza, juego de palabras, ingenio, chiste y jeroglífico que oculta el nombre de un lugar. Por ejemplo: “tipo de tela que da risa, pero poca” es Lanaja.

Félix Romeo se inventaba también chistes del tipo “Se abre el telón”. Se abre el telón y está Carmen París cantando en una residencia de ancianos, que la abuchean, ¿cómo se llama la película? No es París para viejos. Es uno de los chistes de Félix Romeo. Decía que los chistes tenían que ser rápidos y malos.

Siguiendo su estela, Daniel Gascón se inventó algunos chistes con nombres de escritores: el escritor maltratador es Juan Larrea; David Barreiros inventó algunos con directores de cine: el director más fuerte es François Trésfort; y yo decidí que el cineasta más chistoso es Éric Brohmer.

Pero Félix no solo inventaba chistes, sino que contaba los de otros. Uno de sus chistes favoritos (y de los míos también) se lo había oído contar a Arguiñano: el chiste del osito polar. Un osito polar va caminando junto a su madre en el polo, mientras los pies se clavan en la nieve. De pronto, el osito para y pregunta muy serio a su madre:

-¿De verdad que soy un osito polar?

-Por supuesto que sí –responde la madre-. Yo soy una osa polar, tu padre es un oso polar; tus abuelos eran osos polares.

-Jo –interviene el osito-, es que tengo tanto frío.

Evidentemente el chiste gana mucho si quien lo cuenta le da un tono de queja lastimera a la intervención del osito.

A veces Félix explicaba un libro o una película por la risa que le había provocado. No le gustó Superbad (Greg Mottola, 2007) porque no se había reído ni una sola vez: “Se supone que en las comedias te ríes, ¿va de eso, no?”, me dijo. Me dio su ejemplar de Confesiones a Alá, de Saphia Azzeddine y me dijo: “No me ha gustado, pero me he reído una vez” y buscó qué le había hecho reír: “A menudo [los hombres] dicen: ‘todas putas excepto mi madre’. Pero los muy imbéciles olvidan que sus madres, antes de madres, fueron mujeres”. No entendía qué era lo que me divertía de Muchachada Nui o de Museo Coconut, del que no se perdía ni un capítulo para ver si conseguía reírse.

A veces, cuando íbamos a cenar a Casa Emilio decía: “Aloma, cuenta algo gracioso”, y si no se me ocurría nada, me echaba la bronca por caer en la melancolía. La noche que llegó a Madrid cenamos en un italiano de la calle Cervantes Jonás Trueba, Daniel Gascón, David Barreiros y yo; luego fuimos a tomar cervezas a una terraza de la plaza Matute, se unieron Ricardo Cayuela, Miguel Aguilar y Ramón González Férriz. Nada más sentarnos le conté un chiste que se me había ocurrido: palíndromo del eyaculador precoz: ay ya.

Al día siguiente, jueves, yo revisaba una traducción y me sugirió que cambiara “se reían a carcajadas” por “muertas de risa”.

La imagen por defecto que aparece una y otra vez es la de Félix Romeo riéndose a carcajada limpia. Luego vienen otras, pero la primera es esa: Félix riendo. Tenía muchos tipos de risa: la escandalosa, la amable, la que sonaba de maravilla en la radio, la tímida… Félix Romeo defendía muchas cosas: la alegría, la libertad; quería un mundo libre y la risa era un elemento fundamental en ese mundo, como lo eran la literatura, la libertad, el amor, la comida y la bebida. La risa era el salvoconducto de la felicidad.

*Texto publicado en el número especial de Rolde dedicado a Félix Romeo que puede descargarse aquí.


Bunbury

Llevamos planeando pasar este fin de semana en Zaragoza unos meses, al menos desde que se publicaron las fechas de la gira de presentación del nuevo disco de Enrique Bunbury, ‘Licenciado Cantinas’. Aunque también toca en Madrid a principios de febrero, preferimos verlo jugar en casa.

A veces me he arrepentido de tratar de romper el prejuicio de mi novio hacia Bunbury: decía que no le gustaba sin haberlo escuchado. Bunbury nos acompañó en la mudanza y el montaje de muebles en la primera casa que compartimos, en París. Allí sonaba “El extranjero” y yo creía que estaba escrita para mí; cantábamos a voz en grito “Infinito” y competíamos en las imitaciones de Bunbury con “Sí”. Ahora es él el que lo escucha a todas horas, lo canta y se emociona como un niño. Es su mayor fan. Mi madre me llamó para preguntarme si le regalaba el nuevo disco y él ya se lo había comprado. Mi padre me avisó de que había un documental estupendo, ‘Porque las cosas cambian’, de Javier Alvero, sobre Bunbury para que se lo regalara. A veces siento que me ha robado un ídolo. Las canciones de ‘Flamingos’ han acompañado a toda mi familia en los viajes de Garrapinillos a Zaragoza.

Desde entonces, se ha convertido en una tradición ir a los conciertos de Bunbury en el Príncipe Felipe: el de la gira de ‘Las consecuencias’, el de ‘Helville Deluxe’; recuerdo que me perdí el de la Feria de muestras. Gracias a ‘El tiempo de las cerezas’, me acerqué a Nacho Vegas. Aunque disfruté junto a mi hermano con el concierto que dio en el Teatro Principal cuando presentó ‘El viaje a ninguna parte’.

En ‘Licenciado Cantinas’ Bunbury ha elegido algunas de las canciones de la tradición hispanoamericana que más le gustan y las ha hecho suyas; el single “Ódiame” –que llevo escuchando de los labios de mi novio desde que apareció- es de José Jaramillo, aunque también lo cantó José Feliciano. Al escuchar “La chacarera de un triste” en la voz de Enrique, me acuerdo del mes que pasé en Argentina y me parece que la canción esconde algo muy parecido a la impresión que me dejó Buenos Aires. Con ‘Licenciado Cantinas’ Enrique Bunbury vuelve a dar un giro de timón, como si quisiera forzarse a hacer cosas distintas para no apoltronarse y para no aburrir ni al público ni a él. Y es uno de sus mejores discos.

Aunque cuando escribo esto el concierto aún no se ha celebrado, puedo predecir lo que disfrutaré viendo a Enrique, pero claro, tal vez no tenga demasiado mérito porque soy tan incondicional que me gusta Enrique hasta en el “Celebrities” que le hizo Joaquín Reyes.

*Columna publicada el domingo 22 de enero de 2012 en Heraldo Domingo. La imagen la he tomado de aquí.

Retrato en servilleta

Cuando Sergio Algora murió, Félix Romeo estaba en París. Desde allí me llamó para ver cómo estaba. Tenía las pruebas del libro que Sergio iba a publicar en Xordica, No tengo el placer.

Un tiempo después, ya en Zaragoza, una tarde hablamos de Sergio y, mientras hablábamos, Félix hizo esta caricatura de Algora en una servilleta de la Heladería Ferrara que yo guardé.

La encuentro ahora y me acuerdo de los dos.

El día en que Christopher Hitchens y Saul Bellow se conocieron

En 1989 Christopher Hitchens conoció a Saul Bellow a través de su amigo Martin Amis (que también recuerda esa cena en Experiencia). Bellow escribió a Cynthia Ozick para contarle la cena. Después Bellow y Hitchens se hicieron amigos.

Hitchens ha muerto sin dejar de defender la libertad y sin ceder ni un milímetro a la religión.

¡Viva Christopher Hitchens!

A Cynthia Ozick

W. Brattleboro 29 de agosto, 1989

Querida Cynthia:

Puedo escribir un libro corto más fácilmente que una carta -¿por qué? No es tanto una pregunta como un misterio, y además un misterio idiota. Cuando escribo ficción estoy equipado o totalmente movilizado (mira como recurro a figuras retóricas mecánicas o militares). Parece que tengo alguna dificultad para ser yo mismo, a menos que lo auténtico sea el escritor de ficción. Pero no es (¡gracias a Dios!) un problema de identidad. La verdadera fuente de las cartas y las historias puede localizarse. En algún sitio Kierkegaard escribió sobre la capacidad humana para relacionar todo con todo lo demás. Para los judíos, se trata de neshama.[1] Todavía me resulta difícil escribir cartas, un defecto que no es trivial, un defecto desagradable. Pero lo que dijiste de El contacto Bella Rosa[UNIF] me ha dado más placer del que puedo gestionar, y tu carta era en todos los aspectos tan rica y generosa que me convirtió en un lector, un lector admirado.

Y ahora, como prefacio para el asunto, tengo algo que contarte: Mi joven amigo Martin Amis, al que quiero y admiro, vino a verme la semana pasada. Lo trajo de Cape Cod un compinche al que no conocía y del que no había oído hablar. Se quedaron a dormir. Cuando nos sentamos a cenar el amigo se identificó como colaborador habitual de The Nation. La última vez que eché un vistazo a The Nation fue cuando Gore Vidal escribió su artículo sobre la deslealtad de los judíos hacia Estados Unidos y su preferencia basada en la sangre por Israel. Durante el largo tiempo que ha pasado desde que nos conocemos, ha crecido una duna de sal que aliña los comentarios ridículos de Gore. Tiene cuentas pendientes con EEUU. En cualquier otro lugar, podría haber sido homosexual y patricio. Aquí tiene que mezclarse con tipos duros y con negros y judíos; la democracia le ha imposibilitado ser un caballero invertido y excepcional. Y la fuente de su dolor le ha hecho rico y famoso. Pero dejemos a Gore, podemos saltárnoslo. Vamos a nuestro invitado, el amigo de Martin. Se llama Christopher Hitchens. En la cena dijo que era un gran amigo de Edward Said. Leon Wieseltier y Noam Chomsky también eran grandes colegas suyos. Al mencionar el nombre de Said, Janis refunfuñó. Dudo que eso no estuviera previsto, porque es casi seguro que Hitchens cree que soy un reaccionario terrible: la Derecha Judía. Criado para respetar y rechazar la cortesía al mismo tiempo, el invitado luchó breve y silenciosamente con el periodista decadente y finalmente habló. Dijo que Said era un gran amigo suyo y que debía pedir disculpas por discrepar con Janis pero la lealtad hacia un amigo exigía que dejara las cosas claras. Todo el mundo conservó la educación. Yo no quería una escena, por Amis. Afortunadamente (o no) había leído varios fragmentos del artículo de Said en Critical Inquiry, que ofrecí como prueba. Los judíos eran (más o menos) nazis. Pero, por supuesto, dijo Hitchens, era bien sabido que [Yitzhak] Shamir se había dirigido a Hitler durante la guerra para llegar a un acuerdo. Protesté que Shamir era Shamir, no era los judíos. Además, yo no confiaba en las pruebas. La discusión se balanceaba. Amis cogió las selecciones de Said para leerlas. No encontró nada que decir en el momento pero a la mañana siguiente intentó sacar el tema, y para evitar otra situación embarazosa le dije que había sido cosa de mucho ruido y pocas nueces.

Hitchens atrae a Amis. Es una tentación que puedo entender. Pero el tipo de gente sobre el que te gusta escribir no siempre es buena compañía, especialmente en una cena.

Bueno, esos Hitchens son solo playboys de Fourth-Estate que florecen con la agitación, y los judíos somos muy fáciles de agitar. A veces (¡ojalá supiera hacerlo bien!) creo que me gustaría escribir sobre el destino de los judíos en la decadencia de Occidente. O en la larga crisis de Occidente, si la decadencia no te sirve. El movimiento de la asimilación coincidió con la llegada del nihilismo. Ese nihilismo alcanzó su clímax con Hitler. La respuesta judía al Holocausto fue la creación de un Estado. Tras los campos llegaron las políticas y esas políticas son nihilistas. Tus Hitchens, la prensa política en su forma izquierdista más desaliñada y boba, son (si el nihilismo tiene una jerarquía) los gnomos. Los gnomos no necesitan saber nada, son arrogantes, aparecen cuando tu heroína de cuento de hadas está en graves problemas, ofrecen un trato y después vienen a recoger al bebé. Si puedes soportar conocerlos aprendes de esos gnomos de Nation que beben, se drogan, mienten, engañan, persiguen, seducen, cotillean, calumnian, piden dinero prestado, nunca pagan la manutención de sus hijos, etc. Son los bohemios que hacían que Marx hirviera de rabia en El 18 brumario. Bueno, ahí tienes el nihilismo, una de sus ramas menores, en todo caso. Sin embargo, para enormes cantidades de gente son, de algún modo, muy atractivos. Eso es porque esa gente es la tropa del nihilismo, y quiere saber de Hitchens y Said, etc., y consumir falsedades como si fuera comida rápida. Y es muy fácil causar problemas a los judíos. Nada es más fácil. A las cadenas de televisión les encanta, los grandes periódicos permiten que suceda, hay una población universitaria receptiva para la que Arafat es Bueno e Israel es Malo, incluso genocida.

Ahora bien, ¿qué se puede hacer al respecto?

Para ser más concreto, ¿qué voy a hacer al respecto el 3 de diciembre? No tengo la menor idea, y no hay nada más deprimente que imaginarme balbuciendo en el podio, quedando en ridículo y haciendo que el encuentro parezca estúpido. Nada gustaría más a nuestros propios nihilistas judíos.

Lo que necesitas, y probablemente lo has pensado tú misma, es una charla sensata de Jeane Kirkpatrick sobre la OLP.

Siempre tu amigo con admiración y afecto,

Más tarde Hitchens y los Bellow desarrollarían relaciones cordiales. El artículo de Edward Said en Critical Inquiry era “Representing the Colonized: Anthropology’s Interlocutors”.


[1] Hebreo: alma.

Ediciones Alfabia acaba de publicar las cartas de Bellow, con edición de Benjamin Taylor, donde está esta carta.

Debate publicó Hitch 22, las memorias de Hitchens, que también tiene traducidos los libros Amor, pobreza y guerra y Dios no es bueno.

Más sobre Hitchens aquí.

Me acuerdo de Félix Romeo

Me acuerdo de Félix Romeo vestido de negro entrando en mi casa de la calle Bretón. Yo tenía menos de siete años. Mi hermano mayor y yo íbamos disfrazados con unas sábanas. Félix me preguntó si era una princesa y luego me preguntó si me quería casar con él.

Me acuerdo de muchas tardes en la piscina de Garrapinillos, en la casa de mis padres, y de todas las veces que quedaban Félix y mi hermano para ir a las piscinas municipales antes de que mis padres se mudaran a una casa con piscina, y de que siempre me invitaba a ir con ellos y yo casi nunca podía ir porque no estaba depilada, y Félix siempre me decía que él también tenía pelos. Me acuerdo de Félix dentro de la piscina, hablando, preguntando y animando a todos a que nos bañáramos con él, que podía permanecer horas dentro del agua. Intentábamos pasarnos la pelota y pocas veces conseguíamos más de cinco toques seguidos. Y yo le decía a Félix que era un sireno y él respondía que era más bien un tritón.

Me acuerdo de muchas tardes de domingo, cuando yo trabajaba en el bar Bacharach y Félix venía a pasar la tarde y me traía ganchitos y regalices y me contaba que estaba enamorado de una chica, Lina Vila. Y luego me llevaba a casa en taxi, si Barreiros, mi novio, no venía a buscarme. Y más tarde siguió viniendo, ya con Lina Vila, siguió trayendo ganchitos y me pedía que pusiera música francesa o italiana.

Me acuerdo de ir al cine a ver una película para reírnos y que sus carcajadas llenaran la sala.

Me acuerdo de Félix diciendo “quita perro” y “fuera gato” cuando venía a comer a casa de mis padres.

Me acuerdo de Félix dándole consejos culinarios a mi madre, como que el pulpo se podía cocer sin agua.

Me acuerdo de Félix cogiéndome del hombro y llamándome amiguica.

Me acuerdo de cuando le dije que había escrito un libro. Él me dio el título: París tres. Pero tiene que ponerlo con letra, me dijo.

Me acuerdo de Félix diciendo que éramos unos privilegiados por estar vivos.

Me acuerdo de la vehemencia con la que Félix combatía el más mínimo atisbo de resentimiento o de depresión: negaba las conspiraciones y creía en el individuo y en la libertad para todo, para crear, para no hacerlo; y creía que lo que había que hacer para conseguir las cosas era trabajar. Si Félix no me hubiera echado algunas broncas, habría corrido el riesgo de convertirme en alguien peor, y de no disfrutar de las cosas buenas que me pasaban.

Me acuerdo de que Félix me descubrió a Valérie Mréjen; me regaló la entrevista que Bernard Pivot le hizo a Marguerite Duras, y me decía que tenía que incluir en mis novelas sexo y teorías, como Virginie Despentes; y me acuerdo de que, obediente, pedí a un dependiente de una librería de Gijón Fóllame, de Despentes.

Me acuerdo de Félix gritando mi nombre en medio de la calle Príncipe, bajo mi balcón, la noche que llegó a Madrid, con un donut rosa para mí, y uno de chocolate para Barreiros. Riñó a Barreiros por tener la nevera vacía y no haber comprado una tele. Dijo que no iba a volver hasta que nos compráramos una para que él pudiera verla por la noche.

Me acuerdo de Félix, Barreiros y yo trabajando en el comedor de nuestra casa su última mañana: Barreiros estaba programando en el ordenador y respondía a las preguntas curiosas de Félix, yo revisaba una traducción, y Félix buscaba información, leía noticias y nos pedía que le diéramos un tema sobre el que escribir su columna para Letras libres.

Me acuerdo de un viaje en tren que hicimos a Teruel: traté de hacerle fotos. Nunca me dejaba y casi siempre salía con cara de disgusto, como riñéndome por prestarle atención a él y no a los otros.

Me acuerdo de Félix contando el chiste del osito polar, que le había oído a Arguiñano.

Me acuerdo de todas sus recomendaciones musicales: Juana Molina, los italianos Carpacho!, que le recordaban en algo a El niño gusano; Rafael Berrio, que nos tenía fascinados.

Me acuerdo de que comíamos juntos (él, mi padre, mi hermano y yo) al menos una vez por semana antes de que me mudara a Madrid. Y de que él estaba deseando que abrieran las heladerías para invitarnos a un helado.

Me acuerdo de los paseos que dábamos por la ciudad: le acompañábamos a hacer la compra, a una librería, o pedía que lo lleváramos a recorrer la ciudad en coche.

Me acuerdo de mi último viaje a Zaragoza: le mandé un correo diciéndole a qué hora llegaba y que comeríamos en Garrapinillos. No me contestó y cuando salí del tren, me estaba esperando con una bolsa de ganchitos.

Me acuerdo de cómo me animaba a escribir y a acabar la novela de una vez, y cómo espantaba mis miedos de un plumazo: si es mala, ya escribirás otra mejor, me decía.

Me acuerdo del paseo que dimos su última noche y de él diciéndome que aprovechara todas las oportunidades que me ofreciera la vida.

Me acuerdo de Félix Romeo gritando mil vivas en presentaciones, cumpleaños y cenas. Y me acuerdo de él golpeando la mesa de Casa Emilio al ritmo de una canción popular.

Me acuerdo de Félix riendo a carcajadas.

*Texto que apareció en el especial de Letras Libres de noviembre ¡Viva Félix Romeo!

*La foto es de David Barreiros, se la hizo el día del libro de 2008.

Entrevista a Valérie Mréjen

Valérie Mréjen (París, 1969) es novelista y cineasta. ‘Eau sauvage’ (Periférica, 2011), la tercera novela que se edita en español, vuelve a las relaciones familiares y presenta a un padre torpe y tierno a la vez que le habla a su hija. Mréjen estuvo hace unos días en Madrid, para presentar algunas de sus piezas audiovisuales y ‘Eau sauvage’.

¿Cómo surgen sus novelas?

Las ganas de escribir siempre nacen de una obsesión, de algo que vuelve. Es lo que me pasó con ‘El agrio’, o con las relaciones familiares en ‘Mi abuelo’ y ‘Eau Sauvage’, que habla de la propia obsesión de la repetición en las relaciones familiares. Para mí tienen algo opresivo, algo bastante agresivo por la violencia verbal, pero al mismo tiempo tienen una gran fuerza cómica.

El humor descarnado es una de las características de su estilo desenfadado y fresco, ¿de dónde viene?

Las situaciones familiares pueden resultar agresivas, pero si vieras a toda esa gente hablando a la vez en la mesa, gritándose, como en una película italiana de una familia muy numerosa, te parecería gracioso, podría ser una parodia. Trato de mezclar las dos cosas porque no me apetece que sea triste, no va para nada con mi carácter y, además, la parodia es una manera de abordar buena parte de las cosas que quiero que estén en mis libros. Lo que me hacía soportar determinadas situaciones, escenas, comidas familiares era que siempre había un momento en el que se podía respirar porque había algo de parodia, un momento en el que nos reíamos de nosotros, nos lanzábamos bromas. He querido mostrar eso en mis libros. Me cuesta mucho trabajo conseguirlo, no es para nada algo adquirido o natural; siempre tengo que buscar la manera de hacer las cosas más ligeras.

Sus novelas son fragmentarias, con capítulos muy cortos…

La estructura viene de la voluntad de alternar situaciones de agobio, incómodas, con momentos de parodia. De hecho, en los tres libros hay una alternancia entre los capítulos. En ‘Eau Sauvage’ me impuse alternar los momentos en los que el personaje es bastante duro y torpe con otros en los que es mucho más tierno y paternal, como si todo eso fuera cambiante sin cesar, como si oscilara todo el tiempo y no tuviera nunca uno de los aspectos del todo ni el otro. Y eso hace que la estructura sea bastante fragmentaria.

Y esa fragmentariedad deja huecos, a veces da la sensación de que en sus novelas es casi tan importante lo que no se dice como lo que se dice.

Me di cuenta de que tenía la necesidad de dejar espacios entre los capítulos y no sabía por qué lo hacía, pero era mi manera de escribir, me salía de manera natural. Y me di cuenta de que dejar esos espacios en blanco, o vacíos, era una manera de dejar un espacio en el que el lector puede proyectarse y, tal vez, imaginar cosas que no se dicen de manera explícita. Hay lazos entre los párrafos que establezco de manera un poco inconsciente; hablo de una cosa y eso me hace pensar en otra, y así se despliega la escalera. Otras veces los lectores me descubren lazos que yo no había puesto de manera intencionada. En lo que escribo hay cosas cuyo sentido a veces se me escapa, pero también en los vacíos.

¿A qué responde esa estructura?

No quería que la materia fuera demasiado densa, quería que las cosas quedaran evocadas, sugeridas a veces, aunque por supuesto hay cosas que se dicen de manera explícita. Pero me gusta detenerme en un determinado punto porque a veces también a mí la memoria me falla, no tengo un conocimiento preciso de lo que cuento y soy consciente de que deformo mis recuerdos. Es una deformación necesaria, pero me siento obligada a detenerme en un determinado momento porque son fragmentos, impresiones, frases que vienen pero que a veces no sé bien de dónde vienen; es también una manera de preservar una cierta incertidumbre.

Su estilo debe mucho a la memoria y su escritura sigue el patrón de la memoria.

Sí, es cierto. Siempre que he empezado uno de mis libros sabía que lo que contaba era en realidad mi interpretación. Y, sobre todo, en las historias familiares tenía claro que lo que contaba era la manera en que yo me acordaba de algo determinado y que quizá era completamente falso en relación a la verdad -en realidad, no existe una verdad en las relaciones familiares, cada uno tiene su interpretación. Pero es muy importante, sobre todo en la escritura de ficción no solo aceptar esa idea sino desarrollarla: transformamos las cosas, nos las apropiamos, está completamente filtrado a través del prisma de nuestra mirada. Al mismo tiempo es delicado porque al tratarse de historias de familia, tenía la sensación de que no tenía derecho a interpretar esos recuerdos.

En sus novelas habla de otros, pero de una manera velada también se cuenta a usted.

Creo que no hubiera podido contar mi propia historia directamente. Lo hago a través de una falsa neutralidad: enumero hechos, recuerdos que son mis recuerdos, pero que no tienen ningún valor en sí mismos. Me di cuenta de que había algo que me pertenecía de una manera muy particular y muy precisa. Escribirlos de una manera neutra era una manera de hacer que estuvieran fuera de mí. De hecho, también hablo de cosas un poco periféricas, exteriores. Me sitúo en el lugar de una observadora, como si no estuviera implicada, pero soy yo, evidentemente. Eso me permitía ponerme en el papel de una narradora exterior y no quería poner por delante una psicología, quería evitar la psicología.

¿Cómo pasa de las personas a los personajes de las novelas?

Es una frontera difícil porque hay personas de las que hablo en mis libros que existen y a las que transformo en personajes de novela y sé que van a leer el libro y, aunque no lo haya escrito para rendir cuentas, no puedo evitar pensar que lo van a leer. Es un poco extraño transformar las cosas porque te preguntas cómo se lo van a tomar. Por ejemplo, con ‘El agrio’, le di el manuscrito a la persona en la que se basa Bruno.

¿Se siente representante de una nueva corriente literaria cuyas características son la fragmentación, la autoficción?

Sinceramente, no lo sé, pero no creo. La autoficción es algo de lo que se ha hablado mucho últimamente, pero creo que ha existido siempre. Hay conversaciones entre las obras, los escritores nos robamos cosas.  Por otro lado, nunca he tenido miedo de que me influyeran los autores que me han marcado, ni de perder algo, ni de caer en la imitación y, al mismo tiempo, olvido los libros que me marcan profundamente para conseguir escribir mi propio libro mejor. Sé que están ahí, pero no me acerco demasiado.

Además de Perec, ¿qué otros escritores son sus referentes?

Es cierto que Perec ha sido una lectura importante y lo sigue siendo y, extrañamente, Marguerite Duras. La descubrí cuando era adolescente y me marcó mucho. Duras cuenta su historia familiar, personal, toda su vida, y me siento bastante cercana a esa manera de mezclar las historias personales, de volver sobre ellas, de dar vueltas a las cosas. Y consigue hacer algo que está más allá de la ficción, algo un poco enigmático. Siempre pienso en Philip Roth y Bret Easton Ellis. Natalia Ginzburg también me gusta. Hay muchos escritores contemporáneos que me gustan: Olivier Cadiot es divertido y manipula mucho las frases hechas. Hace lecturas en público y es muy bueno en el escenario. Me gusta mucho la idea de pasar del mundo de la literatura al escenario, transformarse.

Compagina su trabajo de escritora con el de cineasta, ¿qué diferencias entre los dos lenguajes hay y qué es lo que le atrae de ambos?

Hay muchas diferencias y precisamente eso es lo interesante: poder reflexionar sobre esas diferencias cuando pasas de uno a otro. Por ejemplo, ‘Eau Sauvage’ es un monólogo de un padre que le habla a su hija, y hay muchas cosas que vuelven como cantinelas familiares; para hacer ese retrato en un película habría tenido que seguir otro procedimiento completamente distinto, habría hecho falta definir la situación, que evolucionara, habría hecho falta definir los momentos de apogeo, de crisis y otros de calma. Cuando escribes una película estás obligado a contar una historia.

¿Se siente más libre escribiendo novelas?

No es necesariamente una cuestión de libertad, sino una cuestión de relación con el presente. En un libro puedes describir una habitación durante diez páginas y en una película, aunque se puede hacer, es necesario que haya un progreso porque estás ahí durante un tiempo determinado. La libertad formal puede encontrarse en el cine de manera muy poderosa. Son formas de escritura que tienen sus límites y que no son los mismos; tienes sus ventajas y sus limitaciones y eso me parece muy interesante, así como trabajar con esas formas y reflexionar sobre eso.

¿Para qué sirve la literatura?

Es una buena pregunta. Me sirve para entender muchas cosas, para vivir. Me sirve para reflexionar, para avanzar, me sirve para evolucionar. Creo que es muy importante analizar las cosas, releer, inscribirse en una historia aunque a veces sepamos que estamos influidos por un escritor que nos ha marcado.

*Esta entrevista se publicó en el suplemento ‘Artes & Letras’ de HERALDO DE ARAGÓN el jueves 20 de octubre de 2011. Todas las fotos son de David Barreiros.

Un viaje en tren

Esta foto es de 2008, del viaje en tren que hicimos con Félix Romeo de Zaragoza a Teruel para acudir al congreso “La piedra en el charco”. Como siempre, Félix trajo chucherías y alegría.

‘Los ingrávidos’ (Sexto Piso, 2011) es el segundo libro de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983). Es una novela muy personal y rara: hay dos voces que conviven, se solapan y se complementan como en un degradado. La narradora es una mujer casada y con dos hijos que escribe una novela en la que cuenta sus aventuras como editora en Nueva York, se mezclan amistades, apartamentos sin ducha, amoríos de los que arrepentirse y una obsesión: encontrar testimonios del paso por Nueva York de un poeta y diplomático mexicano, Gilberto Owen, que es la otra voz de la novela. Owen pesa cada día menos, pero no adelgaza, va a fiestas con Lorca y acoge a tres gatos en su apartamento mientras su exmujer no le deja ver a sus hijos. Owen y la mujer están en la misma ciudad con cien años de diferencia, pero cada uno es el fantasma del otro: se atisban en el metro y se sueñan.

La primera parte de la novela es la historia de una obsesión y una pasión y, tal vez, la degradación de un matrimonio, una historia de hastío. Es también una reflexión sobre la maternidad y sobre el proceso mismo de la escritura y de los mecanismos de la ficción. Además está escrita con un estilo directo, implacable, y con ironía. Dice Luiselli: “Hablábamos de los libros que había vendido; hablábamos de libros en general. A veces, los domingos, hacíamos el amor”. La segunda parte es menos rotunda a pesar de las peripecias de Owen: se enamora de una prostituta noruega, es alcohólico, se queda ciego. En esta novela no se sabe quién persigue a quién ni quién es el fantasma, pero la voz que permanece es la de Valeria Luiselli.

‘Los ingrávidos’, Sexto Piso, Madrid, 2011.

Colección: narrativa Sexto Piso.

143 páginas.

Continue reading