Category: Columnas de domingo

Banda sonora cotidiana

La escritora Zadie Smith, cuya quinta novela –‘Tiempos de swing’– acaba de publicar en español Salamandra, escribió que “cuando se publica por primera vez joven, tu escritura crece contigo y en público”. Sobre todo si el éxito se produce temprano. Es lo que ha sucedido con un grupo al que hemos visto crecer y cuya evolución ha formando parte de nuestra educación sentimental: hablo, claro, de Amaral. Desde las maquetas de cuando Eva Amaral todavía trabajaba en el bar Azul, en la calle Pizarro, hasta el concierto fin de gira de ‘Nocturnal’ el pasado 28 de octubre en el WiZink Centre de Madrid, con las entradas agotadas, han pasado más de veinte años, siete discos de estudio, cantidades de conciertos en salas pequeñas que los curtieron como grupo y un puñado de canciones que han pasado a formar parte del imaginario sonoro popular.

La primera canción que me aprendí de Amaral fue “Cómo hablar”, aunque ya había escuchado su disco de presentación, que se llamaba ‘Amaral’. Después, sus melodías pegadizas y emocionantes han pasado a formar parte de la banda sonora cotidiana: es prácticamente imposible salir de casa sin escuchar un trozo de una canción suya. En ‘Cómo hablar’, su primer gran éxito, ya está contenido todo, todas las marcas características de la casa: los riffs de Juan Aguirre (guitarrista jedi lo llamó Eva Amaral), la voz de ella, que cuando parece a punto de romperse aún llega un poco más lejos con una naturalidad pasmosa, como si no le costara ningún esfuerzo (una superdotada vocal, en palabras de Félix Romeo), las imágenes poderosas (“un pájaro de fuego que se muere en mis manos”) y la narración de historias con idas y venidas. Y lo más importante: que el clímax en lo musical coincida con el clímax de lo que se cuenta. También se ve ya la búsqueda constante de un sonido propio (que definieron en su trabajo anterior, ‘Hacia lo salvaje’). Amaral no se conforma, por eso no pierde frescura, y juega, se divierte en el escenario en el que Eva Amaral, convertida en energía pura, mueve los brazos de manera hipnótica y salvaje y hace que queramos estar perdidos para siempre para poder encontrarnos con sus canciones.

*Columna publicada el domingo 16 de noviembre de 2017 en Heraldo domingo.

El primer verano de tu vida

Una niña mira los fuegos artificiales de la noche de San Juan. Tiene el pelo rizado y más bien corto. Está de espaldas y un niño se le acerca y le pregunta por qué no está llorando. La niña se llama Frida y su madre acaba de morir a causa de las complicaciones derivadas del Sida. El padre murió meses antes. Así empieza Verano 1993, el debut de Carla Simón (Barcelona, 1986), que ha sido galardonado con diferentes premios (Biznaga de oro en Málaga, Mejor Ópera Prima en la Berlinale, Premio del público en BAFICI y Premio Écran Juniors en Cannes) y ha sido seleccionada para representar a España en los Oscar.

La niña Frida (Laia Artigas) es el alter ego de la cineasta: sus padres murieron de Sida cuando tenía seis años y el verano de 1993 fue el primer verano del resto de su vida, el del cambio de la ciudad por un pueblo de Girona, la nueva familia, el nuevo ambiente y la incomprensión que imposibilita la adaptación. De todos esos recuerdos y sensaciones se nutre la película para contar ese verano de inflexión que es al mismo tiempo la infancia de la cineasta y no. El resultado es una cinta fresca, contenida, llena de vida y sutil. Es una tragedia, pero no es triste y el final, que acaba con una niña llorando, es feliz en realidad. La ambigüedad está ahí todo el rato en los ojos de la protagonista, que pueden pasar de la inocencia a la perversión en milésimas de segundo. También en la situación de orfandad y acogida por una familia feliz en un entorno ideal.

La película se construye con planos secuencia que permiten mostrar a los personajes en su complejidad e imperfección, es decir, como en la vida. En las escenas de las niñas se crea un clima de cierta tensión, porque también la relación entre Frida y su prima, Anna, un par de años menor, es deliberadamente irregular. Todo es fruto del brutal cambio de vida que protagoniza Frida, pero también el que su llegada provoca en los demás y en las relaciones establecidas. La película es el retrato de las primeras fases del duelo, pero también de la reconstrucción y del superpoder de adaptación de una niña. Y es un hermoso retrato de infancia: ¿qué es crecer sino buscar tu lugar en el mundo?

*Columna publicada en Heraldo domingo el 29 de octubre de 2017.

 

Todos somos una cuota

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El 16 de octubre, aún con la resaca de las fiestas del Pilar y de la proclamación del Estado independiente más breve de la historia –Catalunya, 8 segundos–, se celebra en España por segunda vez el día de las escritoras. A la vez se ha lanzado la iniciativa #Yoleoautoras y se propone leer solo mujeres durante ese mes. Sería estupendo que no hiciera falta destacar que las mujeres hacen cosas. En la burbuja en la que vivo ese día es innecesario: leo a muchas más mujeres que hombres y los hombres que me rodean leen a mujeres, las admiran y me las recomiendan. También comparto lecturas e intereses con amigas y nos cruzamos libros, supongo que es eso que ahora se llama sororidad. Tengo un amigo que me pide que le preste libros de escritoras a las que no conoce. Ignacio Martínez de Pisón siempre cita a tres escritoras entre sus referentes: Anne Tyler, Alice Munro y Natalia Ginzburg. Félix Romeo, admirador y traductor de la italiana, me descubrió a otras creadoras como Agnès Varda, Valérie Mréjen o Annie Ernaux, cuyos libros me regaló mi hermano, que fue quien me habló de Mary Beard, Joan Didion o Susan Pinker. Con Jonás Trueba comparto admiración por la escritora Isabel Bono y por la cineasta Mia Hansen-Løve.

No soy tan inocente como para creer que mi mundo es una representación a escala de toda la sociedad. Esta semana se hizo público el cartel de un congreso sobre feminismo en el que no había ni una sola mujer. Hace unas semanas se presentó un congreso de columnistas en el que tampoco aparecían mujeres –estaban por confirmar, respondieron desde la organización–. A veces ese tipo de reproches esconden, como señaló la gestora cultural Cristina Consuegra, un feminismo del beneficio propio. Y a veces las mujeres sabemos que nos invitan porque somos cuota (en realidad, nunca se saben las razones por las que han invitado a los demás y siempre hay una cuota: local, de ideología, de minoría cultural, etc.). En esos casos, hay que sobreponerse al síndrome de la impostora y aprovechar la oportunidad para demostrar, independientemente de por qué se hayan acordado de nosotras, que tenemos cosas importantes que decir.

*Columna publicada el domingo 15 de octubre de 2017 en Heraldo domingo.

**En la imagen, Marguerite Duras con su hijo.

El tema

Puede que estas semanas las informaciones y opiniones sobre el que parece ser el único tema te hayan apabullado tanto como a mí. No quiero abusar de tu paciencia, pero el asunto es tan importante que creo que no puedo obviarlo. Menos hoy, que es el día D del soberanismo catalán capitaneado por Puigdemont y Junqueras. Muchos artículos me han ayudado a descubrir qué pienso sobre el asunto, a iluminar algunos aspectos que se habían pasado por alto y a corroborar algunas impresiones: textos de Isabel Coixet, Antonio Muñoz Molina, Soledad Gallego-Díaz, Laura Freixas, Daniel Gascón, Ramón González Férriz, Eduardo Mendoza o Luis Pousa han servido para arrojar luz los hechos. Mi opinión se ha formado también en conversaciones con Rosa Paz, que fue subdirectora de La Vanguardia. Antes de que el asunto fuera el único, Ignacio Martínez de Pisón advertía de la deriva que estaba tomando en charlas privadas y en lúcidos artículos.

Escribo esto en un bar debajo de la casa de la chica que cuida a mi hijo (ha sido un mes muy duro de adaptaciones, pero qué alegría cuando me ve entrar por la puerta). Inevitablemente escucho las conversaciones de las mesas de al lado. El otro día un grupo de tres chicas muy jóvenes –dos de ellas, hermanas– estaban indignadas la semana pasada: decían que hablaban de la corrupción del PP pero no del 3%. Hoy, un grupo de tres adultos hablaba de cómo los Pujol habían desviado dinero a Andorra. Todos nos hemos visto forzados a tomar una posición, algunos incluso han sentido la necesidad de defenderla con vehemencia (por ejemplo, esas despedidas a la Guardia Civil en Cádiz que en el mejor de los casos provocan una vergüenza ajena insoportable, como los aplausos en los aterrizajes de plácidos y breves vuelos, o las caceroladas) y violencia. Quiero decir con esto que una de las consecuencias más graves de todo esto es que el pacto de convivencia parece haberse roto. Hay que empezar a recuperar el tiempo perdido y ponerse a trabajar en las soluciones, luego ya encontraremos a los culpables.

*Columna publicada el domingo 1 de octubre de 2017 en Heraldo domingo.

El mejor cable a tierra

El año empieza en septiembre, con la rentrée, la vuelta al cole, el final del verano y las ofertas de matrículas en los gimnasios y en las academias de idiomas. En septiembre arranca, despacio pero con decisión, el pesado y complicado engranaje de la vida cotidiana. La rutina se va estableciendo poco a poco mientras los días son cada vez más cortos, se aprovechan las tardes de sol en los parques y terrazas, como si se pudieran guardar para volver a su recuerdo cuando haga frío y anochezca pronto.

Al poco de nacer mi hija, un amigo me dijo que los hijos te obligan a empujar el tiempo, porque estás todo el rato queriendo que pasen de una fase a la siguiente: los primeros dientes, cuando empiezan a comer, el gateo, que se vayan solos, la guardería, el destete, el colegio… Cuando nació mi segundo hijo me di cuenta de que mi amigo tenía razón: con los hijos te pasas la vida queriendo que todo vaya rápido hasta que de pronto lo que querrías es parar. Ahora querría detener la vida para capturarla y quedarme congelada un rato (unos miles de años, por ejemplo) en un instante de felicidad y despreocupación. Hace poco, una chica a la que acababa de conocer me dijo que los hijos son el mejor cable a tierra. Usó esa expresión literalmente y me gustó la imagen, aunque no sé si supe qué quería decir. Me imaginé a mí misma como una cometa a la que mis hijos sujetaban desde el suelo. Siempre me ha gustado la idea de la toma de tierra.

Los hijos te obligan a vivir en un presente constante y a sobreescribir la realidad, por eso tengo que hacer un esfuerzo para acordarme de cómo era mi hija hace un año. También imponen rutinas que sirven para ordenar el tiempo y ver lo rápido que pasa. Te llevan a la frustración cuando sus demandas te alejan de lo que quieres hacer y ves pasar los días sin que hayas podido leer ese libro o ver esa película. Es como si te gritaran que la vida es esto que pasa, es que se te escurre entre las manos. Puede que eso quiera decir el mejor cable a tierra.

*Columna publicada el 17 de septiembre de 2017 en Heraldo domingo.

Llegar tarde para llegar mejor

Todo va muy rápido. Y no me refiero solo a las cosas que suceden, que suceden cuando suceden y eso no depende de casi nada. Lo que va rapidísimo, a una velocidad fulgurante, es la información: se tarda poquísimo en informar de las cosas. Los canales se han multiplicado, la fibra óptica también y siempre estamos conectados a casi todo. ¿Por qué íbamos a querer esperar para saber qué pasó en Barcelona en Las Ramblas, quién conducía la furgoneta, cómo escapó, cuántos muertos dejó a su paso, cómo logró esconderse durante cuatro días para acabar muerto después de varias llamadas alertando de un sospechoso con unos botellines de agua pegados al cuerpo? ¿Por qué no íbamos a querer saber inmediatamente, en tiempo real, detalles de la investigación policial?

Necesitamos saber, sobre todo ahora que disponer de datos (en caliente, sin verificar) responde a un gesto con un dedo. ¿Por qué deberíamos renunciar a la inmediatez? Lo explicó Arcadi Espada después de los atentados: los periódicos siguen teniendo algo que desaparece en el tiempo real, la jerarquía. No es exclusivo de la prensa escrita, a veces llegar tarde es llegar mejor. Supone disponer de más información, seguramente, algunos bulos ya se habrán descubierto como tales, y, esto es lo importante, se habrá discutido sobre el enfoque y la jerarquía informativa.

Aun así lo que más rápido va no es la información, lo que vuela es la opinión. Hay que tener opinión (y fuerte) sobre todo y cuanto antes. Inmediatamente. Sobre los carteles de Barcelona, sobre el misil de Corea del Norte, sobre los tacones de Melania Trump y el huracán Harvey, sobre un relato construido con tuits y si eso implica o no la muerte de la novela y de la alta cultura. Sobre lo snobs que son todos los que no son como uno. Y así parece que el atentado de Barcelona sucediera hace eones, porque desde entonces hemos opinado de un montón de cosas. La información va antes que la opinión. Aunque eso signifique que tardaremos un poco en opinar o, incluso, que no lo hagamos. El silencio tampoco es tan malo.

 Columna publicada el 3 de septiembre de 2017 en Heraldo domingo.

La amenaza del mal

Primero la noticia fue que la ambigüedad de Trump a la hora de hablar del asesinato de una mujer en Charlottesville y el decreto del estado de emergencia en Virginia a raíz de una marcha en la que se ondearon banderas confederadas y con la cruz gamada para protestar contra la retirada de las estatuas del general Lee, que combatió en el bando confederado durante la Guerra Civil. El presidente de Estados Unidos dijo que la violencia venía de “muchos lados”. Después la noticia fue que Trump dijo que el racismo, el supremacismo blanco y el nazismo son malas ideologías. Algo que debería ser obvio pero que todos los medios consideraron noticia. Y, apenas 24 horas después, Trump y su reacción a la marcha racista y los disturbios consecuentes ocuparon titulares: se desdijo y declaró que “había gente mala en un lado y también muy violenta en el otro”. Y, por supuesto, dijo: “había gente muy buena en los dos lados”.

Hay varias cosas que escandalizan de este asunto: en primer lugar, las imágenes de gente llevando banderas con esvásticas a plena luz del día y en el año 2017, en un país, por cierto, que fue decisivo en la derrota del nazismo al enviar tropas. El comportamiento de Trump, que no puede estar más alejado de lo que debería ser el del jefe de Estado del país más poderoso y pionero de la democracia tanto en tono como en contenido (daría para una telecomedia si pudiéramos tomarlo a broma), es escandaloso, aunque sorprende un poco menos: la campaña de Trump se basó en agitar el odio racial, en animar al nacionalismo (blanco) y eso ha envalentonado a los que se llamaron equivocadamente perdedores de la globalización y en realidad no son más que fascistas. David Duke, líder del Ku Klux Klan, dijo que veía en la marcha de Charlottesville un “punto de giro” para los supremacistas blancos que pretendían “recuperar nuestro país” y “cumplir las promesas de Donald Trump”.

En la condena al racismo se han unido miembros del partido Republicano, el gobernador de Virginia, el expresidente Barack Obama y consejeros delegados de importantes empresas, entre otros. Una vez más, Trump reta a la sociedad civil a mantenerse firme, sosegada y fuerte frente a la amenaza del mal.

Columna publicada el domingo 20 de agosto de 2017.

La belleza es una actitud

Durante mucho tiempo tuve a Jeanne Moreau conmigo: el póster de Jules y Jim, con los tres protagonistas (Jules, Jim y ella) corriendo por un puente, me acompaña desde que dejé la casa de mis padres. La primera vez que vi Jules y Jim me quedé fascinada con esa mujer que se ponía gorra y se pintaba un bigote antes de ganarles la carrera en el puente. Durante un tiempo la imité: buscaba gorras como la que ella llevaba en la película de Truffaut y me ponía jerséis anchos. Envidiaba esa risa franca y luminosa. Me gustaban su voz y la canción que entona en la película. Cuando volví a ver la película me di cuenta de que el Truffaut de Jules y Jim no es el que más me gusta, pero el magnetismo de Moreau seguía intacto. En 2010 vi La novia vestía de negro, que cuenta la venganza de una recién casada. No es de las mejores de Truffaut. La película es, en parte, una declaración de amor de Truffaut a la actriz. Y en eso es ridículamente tierna.

Jeanne Moreau participó en más de 130 películas como actriz. Hizo teatro: estuvo en el Teatro Principal de Zaragoza en 1988 con el monólogo La criada Zerline, de Herman Broch. También hizo tres películas como directora. Pedro Almodóvar le dedicó un emocionante artículo en el que recordaba que Marguerite Duras la había elegido para protagonizar Nathalie Granger porque era “la que mejor recogía las migas de la mesa después de la comida”. El talento de Moreau era visible incluso en las acciones más simples y cotidianas. Quedaron prendados de su encanto y su talento Luis Buñuel, Orson Welles o Louis Malle, como se ha recordado estos días. También la escritora y actriz francesa Anne Wiazemsky quedó fascinada. En Un año ajetreado, el libro en el que Wiazemsky cuenta el inicio de su historia de amor con Jean-Luc Godard, Moreau tiene un breve cameo: van a cenar a su casa y la joven Anne del libro está aterrorizada de admiración antes del encuentro. Para entonces, Moreau ya se había convertido en el icono que todos recordaban estos días: el de la mujer que elige cómo vivir su vida, que es libre y que sabe que la belleza es sobre todo una actitud.

Columna publicada el 6 de agosto de 2017 en Heraldo domingo.

 

Tiempo suspendido

Siempre me deprime un poco la llegada del verano, ese tiempo de suspensión de las rutinas en el que se crean algunas nuevas que adquieren la fuerza de las del resto del año. Me pongo nostálgica recordando algunas de las costumbres que marcaron la vida cotidiana de mis veranos pasados y que no volverán: los helados en el paseo de la Independencia, las dos horas de rigor de digestión antes de bañarse (un mito que usaban los padres para retrasar la salida a la piscina), las noches comiendo pipas en los porches de las escuelas en La Iglesuela del Cid o en el planico de la iglesia en Ejulve, los viajes en coche sin aire acondicionado, el pelo aclarado por efecto del cloro y del sol y los bocadillos de panceta de mi abuela. Con el paso de los años esas fueron sustituidas por otras (el cine de verano, las camisetas que dejaban la espalda al aire) pero los helados y las pipas se mantienen imbatibles.

Pienso que las canciones que hablan del verano y las películas y los libros son en realidad muy tristes: las cosas que cuentan, aunque sean alegres, en realidad solo pueden suceder en verano, que es un tiempo limitado. Con el final del verano termina también el amor temporal, las amistades, las vacaciones; termina ese tiempo suspendido en el que todo parece posible, en el que se espera que suceda lo inesperado. Tal vez me pongo triste porque en mis veranos nunca ha sucedido lo inesperado: nunca tuve un amor de verano, ni verdaderos amigos de verano y como ya vivía en un pueblo la perspectiva de pasar un par de meses en otro no me resultaba atractiva. Luego, con el tiempo, el verano fue una promesa de lecturas, proyectos y de buenas intenciones: Ana Karenina, escribir una novela, hacer 20 largos. Pero el verano se consumía sin que terminara ninguno y el sol que caía cada día en el libro que coronaba el montón iba aclarándolo sin que llegara a abrirlo nunca. Este verano comenzó pronto, y aunque pensaba todo esto, en el fondo, aguardo la esperanza de que suceda lo inesperado y de que la felicidad aparezca contenida en el resplandor de una gota de agua en el pelo.

Columna publicada el 23 de junio de 2017 en Heraldo domingo.

 

Nueve años

Hoy hace nueve años que cancelé una cita con mi compañera del curso de fotografía que  iba a ayudarme con las luces para acabar mi trabajo de fin de curso. Hace nueve años que me comí una hamburguesa en la calle Las Armas –qué cosas tan insignificantes se recuerdan–. Hace nueve años que se me empañaron las lentillas de tanto llorar. Hace nueve años que me hice mayor de golpe. Hace nueve años de la inesperada muerte de Sergio Algora y en mi cabeza aún puedo ver la película en la que se ha convertido el recuerdo de esa mañana y la llamada con la que empieza la pesadilla. Hoy se cumplen nueve años desde que mi mundo (y el de mucha gente) se hizo un poco más pequeño y más pobre.

Desde entonces han pasado muchas cosas –casi diez años dan para mucho–, y afortunadamente no se ha borrado el recuerdo de su risa; esa carcajada enorme, escandalosa y contagiosa que resonaría en la plaza que lleva su nombre. Han pasado otras muertes de amigos queridos (la de Félix Romeo, claro), pero también nacimientos –me he convertido en madre (¡dos veces!) y doy el pego tan bien que aún conservo la tutela de los dos–. Han pasado libros, películas, conciertos, discos, desengaños, trabajos, ilusiones, entusiasmos y un poco de todo, y me sigo acordando de algunas de las frases y expresiones que decía él y yo repetía como si fuera un código secreto.

Echo de menos a Sergio Algora por muchas razones y algunas son profundamente egoístas: echo de menos su compañía, su conversación y su manera de ensanchar el pensamiento ajeno moviendo sutilmente los extremos para hacerlos más elásticos. Echo de menos no poder compartir con él alegrías, discusiones y champán. No he conocido a nadie tan gracioso y tan predispuesto a reírse con los demás. Conservo algunas cosas suyas y no me animo a tirar la que fue su silla, aunque no tenga sitio en casa y nadie la use. Cada noche canto “El fabricante de alas de mariposa”, una de sus canciones con El Niño Gusano. La he convertido en una nana y he juntado estos versos para imaginarlo así: “Hace insectos pendientes, para niñas buenas / también fabrica alas de mariposa. / Ahora está eligiendo / algunos colores que hagan juego con tu cara”.

Columna publicada el 9 de julio de 2017 en Heraldo domingo.