Mooses

Rudolf Moosbrugger, fotógrafo, murió el 22 de abril en Zaragoza, la ciudad en la que se había instalado en 1982. Como casi todo el mundo, le llamaba por su apodo: Mooses. Trabajaba dando clases en la Galería Spectrum; ahí fue donde le conocí. Hablaba de apertura de diafragma, velocidad de obturación, balance de blancos, calibrado de pantallas y lentes con su acento austríaco. Había nacido en Innsbruck en 1950. Fue mi profesor de fotografía durante los cursos medio y superior.

Además de las clases (lunes y miércoles a las 19:30), que acabábamos con una cerveza en el bar de enfrente, a Mooses le gustaba organizar excursiones: paseos de noche y de día por la ciudad, o viajes en sábado por la mañana. De esos viajes conservo vagos recuerdos y una cantidad de información codificada en 1 y 0 que da testimonio de mi fracaso al intentar hacer una panorámica de la plaza de Toros de Tarazona, de planta octogonal (un reto que nos puso él); también me quedan montones de fotos en carpetas archivadas por temas que él proponía “mobiliario urbano”; “ZGZ noche”; “RetratoB&N”. En las excursiones Mooses solía ir con una Canon compacta semirréflex (“ya he cargado con mucho peso en mi vida”, decía). Seguí sus consejos y hace casi un año me compré una cámara que le encantaría: buen sensor, buena óptica, lente fija y luminosa; una buena máquina, como diría él. A veces Mooses se ponía con los brazos en jarras, justo antes de animar a un alumno, que le mostraba una foto de un proyecto, y señalarle con un dedo y guiñar un ojo y animarle a seguir trabajando por ahí.

Todo eso fue en el año académico 2007/2008, hace un millón de años, cuando trabajaba en el Bar Bacharach. Ese verano, España ganó la Eurocopa de fútbol y el partido inaugural fue en Innsbruck, la ciudad de Mooses. Como la campaña de promoción en la televisión utilizaba una canción de Goldfrapp, siempre que oigo al grupo, pienso en Mooses y en su pelo liso; en la boca enmarcada por una barba y un bigote que parecían estar ahí desde el principio de los tiempos. Era muy discreto y reservado con su trabajo como fotógrafo: no presumía de sus fotos, ni de su talento, no daba lecciones, intentaba guiarnos y poner sus conocimientos a nuestra disposición. Supongo que por cosas del idioma solo pronunciaba “sí” entre risas, el resto del tiempo usaba “ya” para asentir. Era delgadísimo y delicado. Tenía mucho sentido del humor y creo que de ahí nacía nuestra simpatía mutua: a los dos nos gustaba reír. Puede que nos hiciéramos amigos por eso y porque ninguno de los dos rechazaba una última cerveza.

*Esta bañera se publicó el domingo 3 de mayo de 2015 en Heraldo domingo.

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