No sé por qué nunca he sido feliz en Ejulve, el pueblo de mis abuelos. Siempre que pienso en Ejulve veo cagadas de oveja que parecen olivas negras entre cáscaras de pipa. Ni siquiera me lo he pasado bien cuando éramos adolescentes y teníamos una peña y me besé en la fuente de la iglesia con un idiota que se llamaba René. Luego mi hermano vomitó en su saco de dormir. A lo mejor por eso me cuesta entender por qué mis hermanos llevan allí casi todo el verano.

Hace un par de semanas fui a Ejulve un par de días. No había vuelto después de que muriese mi abuelo y se me hizo muy raro que no estuviera sentado en el comedor matando moscas o leyendo el periódico mientras mi abuela iba de un lado a otro. Mi abuela tampoco se acostumbraba, aunque hace más de un año que murió. A veces, me dijo, pensaba “voy a ver qué hace Leoncio” y de pronto se acordaba de que ya no estaba. A lo mejor por eso tampoco me gusta ir.

Lo único que me gusta de Ejulve son las sobremesas: mi madre no para de reírse y mis tías cuentan anécdotas de juventud o de hace dos días y luego se burlan de mi tío. En esos momentos pienso que me gusta Ejulve. Pero es mentira, lo que me gusta es la compañía: mi tía Isa es capaz de cocinar una paella gigante a la brasa un 15 de agosto para hacernos felices. Eso debe de ser amor, pienso mientras la veo sudando junto al fuego.