El regalo

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Estas son las primeras navidades que paso fuera de casa. No es que no vaya a estar con mi familia, es que ya no vivo en casa y a veces me pongo triste sin saber muy bien por qué. Me fui de mi casa casi a la vez que mi hermano mayor: él se fue a vivir a la casa de mi abuela, que ahora vive en mi casa, bueno, en la de mis padres, y yo me mudé al piso de mi tía, que está justo encima del de mi abuela. Igual he ido un poco rápido: la casa de mi abuela está en la avenida Goya, pero ahora vive en la casa de mis padres, en Garrapinillos, y mi hermano mayor se fue a vivir a la casa de la avenida Goya; y unos meses después, yo me fui a vivir al piso de encima de la casa de mi abuela, que había comprado mi tía unos años antes. Todo esto se planeó las navidades pasadas, que es cuando vienen mis tíos a Zaragoza y cuando toda la familia se reúne y planifica las cosas. En realidad, fue en Nochevieja: mi familia siempre se junta ese día porque es el cumpleaños de mi madre. A ella le gusta haber nacido el último día del año porque así se siente más joven, como si tuviera un año menos siempre: como si pudiera engañar al tiempo. Mi abuela tuvo cuatro hijos, tres chicas y un chico. Todos se casaron con no aragoneses: mi madre con un gallego, mi tía con un murciano, mi otra tía con un alicantino y mi tío con una francesa. Mi casera es la que se casó con el alicantino y le gusta mucho cocinar y comer. Siempre que viene a Zaragoza trae cajas de alcachofas, limones y naranjas, se enfunda en el delantal, asa un cochinillo y hace pan. Cuando mis tíos no están, las comidas son menos abundantes y sabrosas y, sobre todo, menos divertidas.

Siempre que se acercan las navidades me da una pereza horrible todo ese festín de comidas, besos, risas, voces, copas, órdenes, preparaciones, compras, encargos y todo lo demás. Aunque en el fondo me gusta estar con toda la familia y me divierten las sobremesas con los juegos de mis tías, las bromas de mis hermanos y los brindis.

En mi casa el día especial de verdad es Nochevieja. Yo siempre me pongo muy nerviosa con las uvas, los cuartos y las campanadas; en qué canal lo vemos y si he quitado las pepitas de mis doce uvas. Me impresiona eso de pasar de un año a otro en sólo doce segundos. A mi madre siempre le dan ataques de risa y se atraganta con las uvas y acaba llorando de la risa y con la boca llena de doce uvas a medio masticar. Después brindamos y nos felicitamos el año y hasta Sara, mi hermana pequeña, bebe un sorbito de champán. Mis primos se ponen gorros y collares de espumillón y tiran serpentinas.

Pero más que la comida, las uvas, las campanadas, los especiales de fin de año, brindar o pensar qué vestido me pongo, lo que me gusta es ver la cara de mi madre cuando le damos los regalos. Desenvuelve un paquete rompiendo el papel, como si fuera una niña; me gusta pensar que mis tíos habrán pasado la tarde eligiendo entre varios pendientes el par que más vaya con ella; o que mi padre habrá traído un disco o una película o un libro cuidadosamente escogido para ella. Mi madre recibe todos los regalos con la misma emoción: no importa si es un dibujo de mis hermanos, un disco de un cantante que no le cae demasiado bien o un jersey que no es de su talla. Es como si lo único que le importara fuera el detalle.

Aunque mi padre siempre le trae algo, suele encargarme el regalo importante a mí. El año pasado mi madre se apuntó a danza del vientre y yo pensé que podíamos regalarle unos pañuelos con cascabeles como los que llevan las chicas en las películas y en los dibujos.

-¿Qué te parece si le compramos unos pañuelos para bailar danza del vientre? -le pregunté a Sara.

-Bueno –dijo ella.

Como mi abuela también estaba en casa, decidí consultarlo con ella.

-Abuela, ¿te parece buena idea para el regalo de mi madre pañuelos para bailar la danza del vientre?

-Seguro que le hace ilusión –me animó mi abuela.

Como casi todos los días, mi padre iba a Zaragoza después de comer, así que aprovechamos el viaje y nos fuimos con él. El coche estaba cubierto de escarcha. Limpiamos el parabrisas con agua y servilletas. Sara se sentó detrás y yo, delante, de copiloto. Mi padre conducía.

-¿Ya sabes lo que le vas a regalar a tu madre? –me preguntó mi padre.

-Había pensado en unos pañuelos para bailar danza del vientre –dije yo.

-¿Estás segura de que eso le va a gustar? –me dijo mi padre, me estaba gastando una broma.

-Se quejaba de que es la única de clase que no tiene –respondí.

-Bueno, bueno, vosotras sabéis más que yo de chicas –mi padre empezó a contarnos una historia que se iba inventando sobre la marcha y que terminó justo cuando entrábamos en Zaragoza.

Dejamos el coche en el garaje y mi padre me dijo que le llamara cuando hubiera acabado las compras. Sara y yo fuimos directas a una tienda de la calle Lorente: estaba casi segura de que allí encontraría lo que buscábamos. La chica de la tienda era bastante antipática, aunque se rió un par de veces por las respuestas de Sara. Nos explicó cómo se ponían los pañuelos y todas las combinaciones que se podían hacer. Elegimos dos pañuelos, uno blanco y uno negro, y un cinturón de monedas para que lo sujetara. Faltaba un día para el cumpleaños de mi madre. Llamé a mi padre y me dijo que todavía le quedaba un ratito, pero que fuéramos a buscarle.

Sara y yo fuimos paseando primero por la Gran Vía, llena de puestos de pendientes, collares, ropa, muñecos… Sara miraba la ciudad: los coches, la gente y las luces de navidad. Cuando llegamos a la altura de El Corte Inglés, Sara me apretó la mano.

-Mira eso –me dijo señalando a la fachada-, es muy feo. Yo me eché a reír y le dije que sí.

-Cuando era pequeña -le dije- me daba un poco de miedo: había Papanoeles en trineos tirados por renos; o tres reyes en tres camellos con tres pajes siguiendo una estrella y se leía “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo”; todo hecho con bombillas de colores. A mí me parecía espantoso y me preguntaba de dónde sacarían tantas bombillas, o si las pintaban a mano. ¿Cuántas bombillas crees que hacen falta para esa fachada? –le pregunté a Sara.

-Yo que sé –respondió sinceramente ella-. Muchas –concluyó. Nos salía vaho de la boca al hablar.

Entramos en el Paseo Independencia: había mucha gente, todos llevaban bufandas y gorros, iban corriendo de un sitio a otro con bolsas; había grupos de chicas que miraban escaparates de tiendas de ropa, se cogían de la mano y entraban, parejas con niños o sin niños que iban o salían del cine, músicos ambulantes y ancianos paseando. Había un acordeonista tocando una canción francesa: cogí a Sara y empezamos a bailar mientras le cantaba la letra de la canción. Llevábamos guantes, bufanda y gorro; era invierno y bailábamos en la calle. Nos paramos delante de los cines Palafox y miramos los carteles de las películas y los horarios. Un poco más adelante había una castañera y le pregunté a Sara si le apetecían castañas. Nos sentamos en uno de los bancos del paseo a esperar a mi padre mientras comíamos castañas. Había Papanoeles colgando de balcones y luces por todas partes.

Llegamos a casa antes de la hora de cenar: nos daba tiempo a envolver los regalos y meterlos en una caja de zapatos forrada con papel de regalo con confeti dentro. Mi madre no se dio cuenta, o disimuló muy bien. Escondimos la caja detrás de una estantería en el estudio de mi padre.

Mis tíos llegaron ayer y ya están instalados en Garrapinillos. También está mi abuela gallega. Faltan tres días para el cumpleaños de mi madre y todavía no sé qué le vamos a regalar.

*Cuento leido el 28 de diciembre en el Aula de Medio Ambiente Urbano.

One comment

  1. ana m.

    debes de ser una de las poquitas personas que utilizan los bancos de independencia…

    en cualquier caso, un bonito relato.

    bss.

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