Urgencias

emily-the-strange.jpg

Llevo conviviendo con mi quiste pilonidal casi diez años. Apareció por primera vez en 4º de la ESO, o quizá en 1º de Bachillerato. Me acuerdo porque mi madre, después de una consulta telefónica en la que medió mi padre, me firmó un papel en el que decía que no podía hacer Educación Física, y me acuerdo porque la profesora de gimnasia daba mucho miedo. Era pequeña y morena, llevaba el pelo corto y tenía muy mal genio. Corrían todo tipo de leyendas sobre ella en el instituto: que dejaba a la gente encerrada en los vestuarios, que metía en la ducha a los que no se cambiaban de camiseta. En la presentación de la asignatura, nada más entrar en clase, apuntó su nombre en la pizarra, como en las películas americanas, y nos dijo –muy en serio- “que Dios os coja confesadicos, porque soy el peor bicho con el que os podíais haber cruzado en el instituto”. Por supuesto, circulaban rumores que afirmaban que era lesbiana; alguien conocía a alguien que la había visto de la mano con otra profesora de la misma asignatura de otro instituto. A mí me recordaba a la teniente O’Neil y me daba igual con quién se acostara. Le entregué el papel, me temblaban las manos, y pensé que me iba a tener toda la clase haciendo abdominales y yo no me podía tumbar bocabajo; pensé que me iba a decir que no entendía la letra de mi madre, así que le dije “si quieres te lo enseño”. Me dijo que no era necesario. Me pasé la clase sentada sobre el muslo izquierdo.

Después de ese episodio, el quiste iba y venía. Y como mi ginecólogo me dijo que lo todo lo que es cíclico es bueno, no me preocupé. Hasta que el quiste creció tanto que empecé a sospechar que estaba a punto de salirme rabo. Mi madre me dijo, para tranquilizarme, que lo que me pasaba era algo muy común entre hombres peludos. Luego le enseñé mi conato de rabo y me dijo que lo mejor era que fuéramos a urgencias. Me daba miedo. Intenté evitarlo. Tomé antibióticos. El quiste seguía creciendo y mi madre intentaba asustarme para que me decidiera. Si te vas de viaje, me decía, llévate clínex o gasas, porque eso se te puede reventar en cualquier momento. Finalmente fui al médico. Nunca había estado en mi médico de cabecera, que todavía es el de Garrapinillos. Mi padre me dejó en la puerta y me dijo que me esperaba en el bar, leyendo el periódico. Se lo agradecí. Me llamaron. Entré en la consulta. Además de la médico, había un chico muy alto y con coleta. Y yo pensé que justo el día en el que yo voy al médico para que me mire algo típico de hombres peludos hay un chico de prácticas. Me tumbé en la camilla y me bajé los pantalones. Apenas lo tocó. Me dijo que fuera a urgencias, que allí me lo abrirían. Le hice prometer que no me haría daño. Qué va, me dijo, sentirás alivio. Mentía.

Fui a urgencias con mi madre. En admisión la chica me preguntó si tenía historia y yo, que me pierde el gag, le respondí que mucha. Luego me dio la pulsera y me acordé de mi amiga Almudena. Pasé a una sala donde una enfermera me preguntó lo que me pasaba, me mandó a cirugía y me puso la pulsera.

Normalmente las salas de espera de los hospitales me ponen triste y melancólica. Sólo hay enfermos. Y me recuerdan las horas que pasé en la sala de espera del Hospital Infantil. Había dos consultas de cirugía menor. Las enfermeras entraban y salían. Iban llamando a los pacientes y se los llevaban a otros sitios. Fui al baño dos veces. Había una chica, bastante joven, que venía con una doble reacción alérgica: algo le había dado alergia y le habían pinchado un urbasón, al que también era alérgica. La chica se parecía a Emily the strange. Un tipo, que tenía una costila rota, permanecía de pie y se agarraba el costado. También había un chaval, apenas mayor de edad, con una gorra y tatuajes. Llevaba el sillín de la bici en una mochila. Se sentó a mi lado y me preguntó si en los hospitales había cámaras de seguridad. Deshizo un cigarrillo y sacó un papel de liar. Luego sacó la china. Le pregunté si se iba a hacer un porro. Hombre, no; me dijo, lo que en aragonés significa por supuesto. Le dije que iba a oler mucho y él me preguntó si quería. Una señora se escandalizó. El chaval le dijo que saldría a la calle a fumárselo. Al tipo de la costilla rota le dio un ataque de risa y se agarraba con fuerza. El chico me dijo que cuando vinieran los médicos, dijera agua; ésa era la señal de peligro. El chaval saludó a un tipo que pasaba con su familia detrás del cristal. Le dije que era la segunda vez que pasaba y que se había reído al verlo. ¿Lo conoces?, pregunté ingenua. Claro, me dijo él, se lo he comprado a él. El olor de la china quemada empezaba a extenderse por la sala y todos nos reíamos como adolescentes a la salida del instituto. Entonces me llamaron. El chaval se levantó y fue a la calle con el porro en la mano.

A pesar de la anestesia local, me dolió mucho. Mientras me abría el quiste con el bisturí, gritaba y el médico, que le había dado clase a mi madre, sólo repetía “ya lo sé, reina”. Tumbada bocabajo en la camilla, con un foco quirúrgico encima de mi culo, pensé que al menos no era una fístula anal.

Cuando salí a la sala de espera con un plástico y un montón de gasas en la rabadilla, el chico de la gorra no estaba.

3 comments

  1. Miguel

    Ayer sábado, me pareció verte en una terraza de la plaza de San Felipe. Tenías el rostro serio, me pareció notar que la mente te iba a mil por hora, pese a la aparente serenidad. Al volver a casa y ver tu foto en Paris Tres, me di cuenta de que estaba en lo cierto. Sigue escribiendo.Tienes talento.

Post a comment

You may use the following HTML:
<a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>