Primavera en patines

Ya ha llegado la primavera: ha empezado “la caída de la rebequita” -como la llamaba un pintor de Motril-, “esa época en la que nos gustan todas e incluso algunos”. Es cierto: en primavera las chicas vamos casi menos vestidas que en verano, como si el invierno hubiera tenido nuestros cuerpos encerrados en abrigos, y ahora, de pronto, quisiéramos quedarnos con todo el sol de golpe. Pero se nos pasa, o se nos acostumbran los ojos a ver tanta piel.

De momento esta primavera ha cumplido con casi todos los ritos: la astenia de los primeros días, las alergias al polen y a las gramíneas –que yo, afortunadamente, no sufro- y hasta la huelga general y las manifestaciones, que van camino de convertirse en un síntoma más de la primavera. Empiezan las terrazas, las cervezas antes de comer y las presentaciones vermú a las que siguen largas siestas en el sofá.

Me gusta la primavera y al mismo tiempo me pone triste, se me cuela la melancolía. Así que este año, me anticipé a ella y mucho antes de que llegara ya había hecho picnic en el Retiro a la hora de comer. Incluso un día me eché allí la siesta, después de leer ‘Correr’, de Jean Echenoz, un libro estupendo. Mi novio y yo comemos en el Retiro casi todos los días. Le digo que homenajeamos secretamente ‘El amor después del mediodía’, de Éric Rohmer.

También para protegerme contra la melancolía primaveral me he comprado unos patines  de cuatro ruedas. En realidad, fue idea de mi novio, que siempre ha querido patinar. Acepté con demasiada facilidad, sobre todo, teniendo en cuenta que se trata de un deporte -y de alto riesgo en mi caso. Y pensé que tal vez tuviera algo que ver que mi primera muñeca hubiera sido una Sindy patinadora (porque mi madre estaba en contra de Barbie, pero cedió con Sindy). Mi madre trataba de convencerme de que Sindy era mejor: tenía el pelo ondulado y era más guapa que Barbie. Yo acabé por creérmelo y presumía de mi muñeca patinadora y sus piernas larguísimas.

Vamos a patinar al Retiro. Damos zancadas, nos deslizamos y miramos con admiración y envidia a los patinadores expertos. Estamos aprendiendo a frenar. Casi siempre acabo en el suelo, de culo, de rodillas o parando con las manos. Mi novio me anima a seguir y yo trato de explicarle que mi tolerancia al fracaso se agotó el año que fui a clases de danza contemporánea. Pero le hago caso y pruebo de nuevo. Luego me acuerdo de un episodio que forma parte de la leyenda familiar: el día en que mi madre se cayó de culo en el trinquete de Ejulve para demostrar que sabía ir con patines. Esta primavera pondré de moda las agujetas y los moratones. Para animarme pienso en “Calgary 88”, la canción de Antònia Font, y me digo que si ganamos la medalla de oro, nosotros también nos casaremos.

*Columna publicada en el suplemento ‘Heraldo Domingo’ de Heraldo de Aragón el domingo 8 de abril de 2012.

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