Mudanza

He vivido en muchas casas, pero de la primera de la que tengo recuerdo es la de la calle Estudios. Mi madre siempre dice que las puertas eran de color salmón, pero yo no me acuerdo de eso. En mi cabeza queda la imagen de la galería, un mini balcón en la cocina, donde se quedó la paloma que rescatamos y curamos durante un tiempo. Mi hermano mayor y yo tuvimos un hámster que murió en la lavadora. De ahí fuimos a vivir a la calle Bretón, que también tenía galería y una lámpara con un muelle que bajaba hasta la mesa de la cocina. De ahí, aunque conservamos el piso, hubo otra mudanza: a Urrea de Gaén, mi madre fue la médico del pueblo durante tres años. Me perdí esa mudanza porque era pequeña, estaba en el pueblo de mis abuelos y tuve un accidente (me salvaron la vida en el hospital de Alcañiz). De Urrea de Gaén, nos mudamos a La Iglesuela del Cid, destino de mi madre durante cinco años. Cuando mi madre eligió Aranda de Moncayo, decidimos mudarnos de nuevo: íbamos a vivir todos juntos y no cabíamos en el piso de la calle Bretón. Mis padres compraron una casa en Garrapinillos. Esa es la mudanza más dura que recuerdo. El piso de Bretón era un cuarto sin ascensor y, en realidad, hacíamos dos mudanzas: la de Zaragoza y la del pueblo. Unos años después hubo la última mudanza familiar: de Garrapinillos a Garrapinillos, a una casa más grande, más alejada y donde mi madre tiene un huerto y perros y gatos.

Sin mi familia, he hecho tres mudanzas: de París a Zaragoza, de Garrapinillos a Zaragoza y de Zaragoza a Madrid, y estoy a punto de empezar la cuarta; me quedo en Madrid, pero cruzo la Gran Vía y eso es casi como cambiar de país. Durante dos años y medio he vivido en el Barrio de las Letras, en la calle Príncipe, a unos metros de las calles Cervantes, Lope de Vega y Quevedo. El suelo de las calles del barrio está lleno de citas. Hace una semana descubrí una farola que ilumina el portal en el que vivió Góngora, en Huertas con la calle Príncipe. Dejo ese barrio ruidoso, alegre y turístico, pero acogedor, luminoso y familiar. Echaré de menos la librería de debajo de mi casa, el estanco del portal de al lado y a los mendigos de mi calle (que me ofrecen bocadillo o una chaqueta cuando paso delante de ellos). Me resultará extraño no escuchar la voz automática de los coches turísticos que recuerda qué escritores famosos han vivido en el barrio (mi novio y yo siempre añadíamos algunos desde el balcón). No añoraré las broncas nocturnas ni los coches con la música alta ni las discotecas en la puerta de casa. Me mudo al otro lado de Gran Vía, muy cerca de una placa que conmemora el paso de José Martí por allí, que en un poema habla de un amor que tuvo en Zaragoza. Dejo la casa en la que se quedó para siempre Félix Romeo, al que le gustaba decir que Martí había perdido la virginidad en Zaragoza.

*Columna publicada el domingo 22 de septiembre de 2013 en Heraldo domingo.

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