La playa de Brassens

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Casi se llega al canal antes que a la ciudad. Se ven los barcos, los restaurantes a ambas orillas y se adivina el puerto al fondo. En realidad, es el puerto viejo y está pegado al espigón en el que hay un faro. Hay un bañista atrevido que ha plantado una tienda de campaña granate entre las rocas y busca conchas. Un poco más lejos hay una mujer en bañador que camina mirando al mar. Los veo desde el paseo, que lleva el nombre del mariscal Leclerc. Detrás de mí, empieza un monte que me tapa el cementerio marino de Sète, la ciudad donde paso las vacaciones con mi familia. El cementerio no siempre ha tenido ese nombre: se lo cambiaron para que se llamara como el libro que le dedicó en 1920 Paul Valéry, el poeta y ensayista que nació en Sète.

Estas vacaciones son como un revival de las pasadas, como las reuniones de exalumnos que se ven en las películas estadounidenses y que casi se pusieron de moda hace unos años, pero con miembros de mi familia. Hay nuevos personajes y algunos que no repiten esta temporada. Solo había una condición a la hora de elegir destino: queríamos playa. También necesitábamos una conexión a internet. Ambas premisas han fallado: la playa más cercana está a un kilómetro y medio y es una cala en la que no se aconseja el baño, y en la estupenda casa no hay un router por ningún lado. Eso sí: nos alojamos cerca del Museo Paul Valéry y ya hemos visto hasta un aparcamiento con el nombre de Brassens, que también nació en Sète. En el autobús que cogemos de vuelta de nuestra primera excursión a la playa, una señora me señala el bar en el que, afirma, se reunían los amigos de Brassens: antes era más pequeño, me dice, pero lo han agrandado. Es ese del toldo azul que hace esquina, insiste. Unas calles (en pronunciada cuesta, por cierto) más allá unos músicos tocan en la terraza de un bar.

A Brassens le debo casi todo el francés que sé y un ligue alemán con el que coincidí en Grenoble y al que conquisté, en parte, gracias a ‘Les amoureux des bancs publics’. A Brassens le debo, a través de Paco Ibáñez, la primera idea de la libertad: “no a la gente no gusta que uno tenga su propia fe”, traduce este en ‘La mala reputación’. Y a Brassens, que nació un 22 de octubre, como yo, le debo estas vacaciones en Sète: cantar su ‘Supplique pour être enterré sur la plage de Sète’ aquí valía el viaje tanto como escuchar a mi padre recitar el principio del poema de Valéry junto al cementerio. Y el descubrimiento de Brassens, “el eterno veraneante”, se lo debo, como muchas de las cosas que me han marcado, a mi hermano mayor.

*Bañera publicada el domingo 24 de agosto de 2014.

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