Mirar la ría

Hace más de diez años pasé un verano con mi familia en Cangas do Morrazo, en las Rías Baixas. Solo faltaba mi hermano mayor, que nos había acompañado una parte del viaje. Creí haber descubierto un paraíso en la tierra. No entendía por qué mi padre se había empeñado todos los años en llevarnos a Arteixo, en A Coruña, con playas de mar abierto y picado, arena llena de bichos saltarines y agua helada (Barrañán, Valcobo, Caión), teniendo esas otras de agua cristalina, arena blanca y temperatura apta para humanos. Se lo reproché y me dijo que cuando era niño se había bañado con delfines en Barrañán. Lo tomamos como una invención, intencionada o no, hasta que un día yo vi unos delfines saltando en esa playa.

Los trabajos de verano y la vida adolescente prolongada me alejaron de las vacaciones de verano hasta hace poco. Quedé fascinada con Burdeos, estuve el cementerio marino de Sète —que hizo famoso Paul Valéry y que Brassens despreciaba como lugar de descanso eterno frente a la playa en “Supplique pour être enterré à la plage de Sète”— y playas llenas de surfistas en los alrededores de Tarnos antes de volver a las Rías Baixas.

En cuanto llegamos fuimos andando hasta una playa que había frente a la lonja. El agua estaba fría y había muchas algas. La arena estaba llena de conchas. Los más atrevidos se mojaron hasta el cuello. Yo no pasé del ombligo. Mi padre se fue a correr con la perra, que había aguantado las 10 horas de viaje estoicamente, y descubrió una playa en forma de concha con arena blanca y agua impecable, dijo. Era una playa familiar a la que cada día acudía prácticamente la misma gente: la mujer que recorría la orilla una y otra vez colgada del teléfono móvil, hablando sin parar; un matrimonio con una hija, ella se tumbaba al sol mientras el padre y la hija jugaban a las palas a la sombra de los pinos o la familia de la colchoneta. Me sentí joven, recurriendo a la paradoja matemática de la nostalgia, de Kundera, que dice que “esta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida pasada es todavía insignificante”.

*Columna publicada el domingo 21 de agosto en Heraldo domingo.

 

The Queen Is Dead

En 1986, hace treinta años, apareció el tercer álbum de uno de los grupos más influyentes del pop, The Smiths. ‘The Queen is Dead’ se considera la obra maestra de la banda de Morrissey y Johnny Marr. Entonces yo estaba a punto de cumplir tres años, así que no fue hasta mucho después cuando escuché a The Smiths, al menos de manera consciente. Como a muchas de las cosas de las que me he hecho fan después, llegué a la banda gracias a un amigo de mi padre. En este caso fue el escritor y periodista Miguel Mena quien me regaló un CD recopilatorio. Ahí estaban “There Is a Ligth that Never Goes Out” -y descubrí que había escuchado la versión traducida e interpretada por Mikel Erentxun-, “Panic” o “Girlfriend in a Comma”.

Le robaba el radiocasete a mi hermano mayor y lo llevaba a mi cuarto para poner en modo repeat el disco mientras estudiaba Lingüística general o Literatura española de los Siglos de Oro. Después supe que otro amigo de mi padre era fan de Morrissey, Félix Romeo, que dijo: “tan importantes como los poemas de Rimbaud son las letras de Morrissey para The Smiths”. Cuando trabajé en el Bar Bacharach, uno de los pinchadiscos habituales, Manuel Recacha, cerraba sus sesiones con “Panic”, que se cierra repitiendo “Hang the dj”. También Sergio Algora era admirador de las letras de Morrissey y ahora encuentro cierto parecido en el sentido del humor de canciones de El Niño Gusano y canciones de The Smiths. Y me parece que “Boy with the Thorn in his Side” podría haberla escrito Algora, a quien le pudo influir el tono juguetón de “Frankly, Mr. Shankly”.

The Smiths forman parte de mi educación sentimental y, casi sin que me haya dado cuenta, son parte de la banda sonora de mi vida. Tal vez porque como ha escrito Andrés Pérez Mohorte, ‘The Queen Is Dead’, además de servir como “relato fundacional para el indie pop británico moderno”, contiene canciones que siguen conectando “universalmente con emociones como el desamor, la angustia y la melancolía”.

*Columna publicada el domingo 7 de agosto en Heraldo domingo.

 

Niza

Hasta hace poco más de una semana cuando escuchaba Niza pensaba en playas y en ‘Domingos de agosto’, una de las pocas novelas del escritor francés Patrick Modiano que sucede fuera de París. Se publicó en 1986 y comparte algunas cosas con otros de sus libros: la pareja se mueve en los límites de la legalidad, hay una desaparición, una búsqueda y paseos que recorren la ciudad y trazan una cartografía urbana y sentimental.

Hace algún tiempo me reencontré con un casi compañero de teatro: ambos pertenecíamos a dos grupos de teatro diferente pero que compartían profesora. Aunque creo que me gustaron casi todos los chicos de ese grupo y puede que yo gustara a algunos, nunca coincidimos. Él era alto, llevaba gafas y tenía el pelo corto y rizado. Estudiaba ingeniería. Y se había ido de Erasmus a Niza. Luego se quedó un tiempo por alí. Esas fueron las pistas que le di a mi amiga francesa, Emilie. Ella me recordó su nombre.

No sé si sigue viviendo en Niza. No sé si se echó una novia francesa. Pero pensé en él poco después de enterarme del ataque terrorista del pasado 14 de julio, que se saldó con al menos 84 muertos y más de 300 heridos después de que Mohamed Lahouaiej Bouhlel arrollara a la multitud que estaba viendo los fuegos artificiales de la fiesta nacional en el Paseo de los Ingleses. Ahora se sabe que el terrorista, abatido por la policía, no actuó solo -hay 5 detenidos- y que llevaba planeando el ataque mucho tiempo. ISIS reivindicó el ataque varios días después. Y la tentación de ceder al pánico se asoma agazapada en los momentos más insospechados: al subir a un tren, al salir a la calle por la mañana, mientras ves una película de animación en un cine al aire libre… Una manera de plantar cara al miedo es ver la primera película de Jean Vigo, ‘A propósito de Niza’, un cortometraje de 1930. No por repetido deja de ser necesario volver a decirlo: la manera de vencer al terrorismo que tenemos los ciudadanos es disfrutar de la vida, de la belleza, de la alegría, del placer, de las comidas, los besos y el alcohol.

*Columna publicada el domingo 24 de julio en Heraldo domingo.

Una escritora pequeña

tumblr_n53bvkMXSQ1qaxihzo1_500

La escritora Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991) habría cumplido cien años el próximo 14 de julio. Desde niña quiso escribir, como cuenta en “Mi oficio”, uno de los ensayos reunidos en ‘Las pequeñas virtudes’, uno de mis libros favoritos. En ese texto dice que siempre supo que era escritora pequeña, aunque eso no le importara: “Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña escritora que yo sea”.

Esa escritora minúscula se casó con Leone Ginzburg, uno de los fundadores de Einaudi, editorial en la que Natalia, de soltera Levi, trabajó desde el asesinato de su marido a manos de soldados alemanes. Se volvió a casar, escribió novelas maravillosas, obras de teatro, artículos para prensa, una biografía de Anton Chejov y un libro sobre una polémica en torno a la adopción de una niña filipina, Serena Cruz. Poco después de confesar que carecía de mente política, se presentó a las elecciones por el Partido Comunista y fue diputada. Escribió de cine, de la actualidad, de la fascinación que le produjo ‘Cien años de soledad’, de su amigo Pavese, de su infancia y la vida familiar en casa de los Levi y demostró un gran talento para captar la complejidad de las relaciones humanas. En sus textos la vida no se cuenta, la vida es.

Y esa capacidad también se refleja en sus ensayos. Me gustan especialmente “Autobiografía en tercera persona”, escrito en 1990 y recogido en ‘Las tareas de la casa y otros ensayos’; “Las relaciones humanas”; “Él y yo” y “Las pequeñas virtudes”, que da título al volumen . Cada cierto tiempo vuelvo a ese libro, busco entre mis marcas —esquinas dobladas— y ahora me detengo en este fragmento de “Las relaciones humanas”: “Ahora somos verdaderamente adultos, pensamos, y nos asombramos de que ser adulto sea esto y no todo lo que nos habíamos creído de niños, la seguridad en sí mismo, una serena posesión sobre todas las cosas de la tierra. Somos adultos porque tenemos a nuestras espaldas la muda presencia de las personas muertas”.

*Columna publicada el domingo 10 de julio en Heraldo domingo.

**La foto está tomada de aquí.

 

El día de la marmota

Las elecciones que se celebran hoy han producido una doble impresión contradictoria, al menos durante la campaña: por un lado, ha tenido un perfil bajo, en parte porque los partidos apenas tenían presupuesto y, por otro lado, puede que tal vez sintieran, como algunos ciudadanos, que ya estaba todo dicho. Es decir, ha sido una especie de día de la marmota bajo de revoluciones. Los partidos han centrado sus esfuerzos en los vídeos y en las redes, a veces daban la sensación de competir por el mejor anuncio y que el voto iba a ser el premio al que hiciera el mejor anuncio. Una de las consecuencias de la política espectáculo, supongo. Competían por ser el más ingenioso, el más moderno, el más original, el que mejor realización tuviera. Y ahí los cuatro partidos más importantes han tenido buenos momentos, publicitariamente hablando: el vídeo de los gatos del PP, el de los sillones de Podemos, con regusto a los de Cocacola, el rap inspirado en la campaña de Obama de Ciudadanos y el del PSOE de las papeletas que cambian.

Los alardes de desparpajo —en ocasiones bochornosos— no han conseguido despertar el entusiasmo ni quitar la idea de situación estancada y bloqueada en la que llevamos desde las elecciones del 20-D. Los resultados de las elecciones de hoy se prevén similares a los de las de hace seis meses: ningún bloque parece que vaya a sumar, haya o no ‘sorpasso’ de Podemos al PSOE. La filtración de la conversación del ministro de Interior Jorge Fernández Díaz pidiendo material contra ERC y Convergència al director de la Oficina Antifraude de Cataluña, Daniel de Alfonso, antes de la consulta del 9-N de 2014, ha funcionado como un velo que ha terminado de tapar lo poco que quedaba de campaña: ha ocupado todas las portadas y le ha robado el foco al resto de partidos.

A pesar de los sondeos y de las encuestas, de los vídeos de campaña y de quién haya ganado el debate —uno siempre cree que ha ganado el suyo, porque en realidad lo que se espera no es que te hagan cambiar de opinión sino que te den argumentos para reafirmarte en la que se tenía— lo que cuenta y lo que da la última palabra son las papeletas y las urnas. Votar, a pesar de que la situación vaya a seguir bloqueada y exista la posibilidad de que haya que repetir las elecciones de nuevo, importa. Aunque sea para votar en blanco o nulo.

*Columna publicada el domingo 26 de junio en Heraldo domingo.

Solo queremos el significante

Una de las primeras cosas que se aprende cuando se estudia lengua es el signo lingüístico, un concepto de Ferdinand de Saussure, el padre de la lingüística moderna y un nombre familiar para cualquier alumno de Filología. La idea es sencilla, el signo lingüístico tiene dos elementos: significante, la parte material (en el caso de la lengua de habla, las letras que conforman la palabra y el sonido que producen) y el significado, que es el concepto al que se refiere. Un ejemplo: la palabra árbol remite a la imagen mental del árbol. Esto funciona en otro tipo de lenguajes, por ejemplo, las señales de tráfico son el significante cuyo significado está recogido en el código vial y más o menos todos los ciudadanos entendemos.

Cuando los independentistas catalanes enarbolaron el “derecho a decidir” como el gran argumento Javier Cercas escribió que era un sintagma vacío de contenido, es decir, solo significante, y que por eso cada cual podía proyectar en él lo que quisiera, casi siempre una idea falsa, algo así como una promesa de las mejores intenciones. Eso, que es una estrategia publicitaria, se ha trasladado a la política nacional. El Partido Popular se presenta a las elecciones con el lema “A favor”, aunque no se dice de qué, pero en principio, es mejor estar a favor que en contra. El PSOE ha elegido como eslogan “Un sí por el cambio”, que al menos muestra una intención de ruptura con lo que está. Unidos Podemos, además de poner un corazón para eliminar la marca de género en el Unidos —¿quién puede estar en contra del amor como ideal?—, titula su campaña con “La sonrisa de un país” (en Cataluña han cambiado país por pueblo). Es como esa frase hecha convertida en cliché de la sonrisa de un niño. ¿Cómo va nadie a negarse a una sonrisa? Y así el signo lingüístico se va vaciando de significado para quedarse solo en el significante vacío, del que hablaba el argentino Ernesto Laclau, que puede rellenarse con lo que el receptor del mensaje quiera. El mensaje es lo suficientemente ambiguo como para no significar nada y lo suficientemente prometedor como para querer oponerse.

Columna publicada el domingo 12 de junio de 2016 en Heraldo domingo.

Cajas

Estos días ando empaquetando mi vida: es mi segunda mudanza madrileña. Abandono la Gran Vía, Malasaña, las prostitutas y los bares de copas y me voy a Chamberí, lo que corrobora el fin de mi juventud y es una prueba más, como lo fue comprar el sofá marrón chocolate, de mi paso a la edad adulta. Ha sido divertido y agotador pedir cajas en todos los comercios del barrio: mercado, la tienda de ropa moderna, la licorería, etc. He descubierto, además, que las cajas de botellas de alcohol son muy buenas para los libros porque no son demasiado grandes ni demasiado pequeñas.

Mientras mi novio se encargaba de quitar las lámparas y embalar todos los enseres de la cocina, yo empacaba mis libros —son míos, pero no son todos los que están: mi biblioteca, o al menos una parte muy importante de ella, sigue estando en la casa de mis padres— en cajas de Beafeter, Jack Daniels y vino. Mi biblioteca se iba agrupando y, aunque seguía un orden alfabético, también se creaban algunas resonancias fruto del azar: por ejemplo, la segunda caja dedicada a Marguerite Duras no estaba llena y la siguiente, apenas separada por un par de autores, era Annie Ernaux. Así el azar juntó a dos de mis escritoras favoritas. Otro ejemplo: la caja que empezaba con Natalia Ginzburg se cierra con Cristina Grande, que es la Natalia Ginzburg aragonesa. Uno de los libros de Cristina no cupo en esa caja y pasó a ser el primero de la caja siguiente, donde estaba acompañado por los libros de Ismael Grasa: los dos han publicado libros en Xordica y son estupendos escritores. Los dos van a estar, además, en la Feria del Libro de Zaragoza que acaba de inaugurarse: Ismael Grasa ha publicado hace unos meses ‘Una ilusión’ (Xordica), un libro maravilloso y delicado, que es un recorrido por sus amigos, por la pareja, por los lugares y los libros; el libro funciona también como una especie de descodificador de los libros anteriores de Ismael. Cristina Grande ha participado en la antología de relatos escritos por mujeres que ha editado Libros del Gato Negro. En el volumen escriben también Eva Puyó, Ángela Labordeta, Olga Bernad, Irene Vallejo o María Pérez Heredia, que se mezclan en mis cajas otros libros y que también forman parte de mi biblioteca.

Columna publicada el domingo 29 de mayo de 2016 en Heraldo domingo.

Primera persona

Hace cinco años que se celera en Barcelona, en el CCCB, el festival de literatura Primera Persona. Bajo ese paraguas, sus directores, Miqui Otero y Kiko Amat, hacen entrar casi cualquier cosa (todos tenemos un yo), aunque sobre todo está dedicado a la literatura autobiográfica o de autoficción. Han participado en el festival escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Miguel Ángel Ortiz, Caitlin Moran, Jonathan Lethem; músicos como Kiko Veneno o Manolo García; y cineastas como José Luis Cuerda o Mar Coll. Este año, por primera vez, el Primera Persona ha tenido una jornada en Madrid: el pasado 7 de mayo, en La Casa Encendida, se ofreció una muestra reducida (solo un día en lugar de dos o tres, como en Barcelona) de lo que es el Primera Persona.

Ben Brooks (1992) leyó fragmentos de sus libros —en pasadas ediciones, mientras leía, le hacían un tatuaje—; los otros invitados eran la escritora estadounidense nacida en Milán Renata Adler, de quien se han traducido al español sus dos únicas novelas, ‘Lancha rápida’ y ‘Oscuridad total’ (ambas en Sexto Piso), y el pianista londinense y autor del libro de memorias ‘Instrumental’ (Blackie Books, 2015), James Rhodes, en el que cuenta cómo la música clásica le salvó de las adicciones y la autodestrucción después de años de abusos cuando era un niño.

Renata Adler (1938) charló con Begoña Gómez Urzaiz de sus novelas, del oficio del periodismo, de Gay Talese, del ‘New Yorker’ —revista en la que Adler trabajó durante años—, de Joan Didion, Janet Malcolm, Donald Trump, Hillary Clinton y ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez. Adler estaba en Europa haciendo un reportaje sobre refugiados.

James Rhodes (1975) alternó, como en su libro, la palabra y la música. Tocó cuatro temas que presentó hablando de sus compositores o de sus prácticas de ensayo. Entre tanto, respondió a las preguntas de Lucía Lijtmaer sobre la escritura de las memorias.

Kiko Amat y Miqui Otero se han fijado en los festivales de música y han tratado de llevar ese espíritu de celebración y de fiesta a la literatura: el escenario es más de concierto que de conferencia, hay una barra en la que venden alcohol, refrescos y bocadillos y hay actuaciones de dj para terminar las jornadas. Parece que funciona. Aunque no siempre se esté de acuerdo con los cabeza de cartel.

Columna publicada el domingo 15 de mayo de 2016 en Heraldo domingo.

Elogio del elogio

Llevo varios meses pensando en lo difícil que resulta explicar por qué nos gustan las cosas que nos gustan. Tal vez por esa dificultad y por pereza se ha extendido la costumbre de hablar mal de casi todo sin pasar por una reflexión previa. Se ha convertido incluso en signo de inteligencia, confundiendo la capacidad crítica con el desprecio absoluto de casi todo, excepto de lo propio. Como si la canción de Astrud, “Todo nos parece una mierda”, hubiera sido tomada en serio. Tal vez por eso los ‘youtubers’ se hayan convertido en un fenómeno: es gente hablando bien de algo y es excepcional.

Recuerdo los especiales sobre los gazapos más famosos de la historia del cine, en los que siempre hay un fotograma de ‘Ben Hur’ y errores de rácord que se descubren gracias al pelo seco de las actrices que se supone que acaban de salir del agua. Ese fijarse en la tontería, en el despiste, impide además una crítica más profunda. Por otro lado, es el error el que hace humanas las cosas. La perfección me parece aburrida y artificial. Pero sobre todo no se debe confundir señalar un error tonto con la crítica fundada. Esa costumbre empobrece el panorama, rebaja el nivel de todo lo que nos rodea de manera que cualquier cosa que sobresalga un poco puede ser llamada obra maestra. Y hace que sea mucho más fácil que las verdaderas chapuzas, que existen, pasen inadvertidas. También

Despreciar el trabajo que hay en una serie, una película, un libro, etc., con una frase es bastante fácil y no requiere demasiado esfuerzo intelectual, cosa que una crítica argumentada sí necesita. Explicar por qué nos gustan las cosas que nos gustan es también explicarse a uno mismo o al menos la manera en qué pensamos y qué nos interesa o emociona. Las películas, libros, canciones o exposiciones que nos gustan dibujan un retrato de nosotros mismos porque nos obligan a conocernos. A veces, la única manera de descubrir cosas de uno mismo es haciendo ese esfuerzo.

Me gusta que esta columna en la que trato de hacer un elogio del elogio se publique el día de la madre. Mi madre, como la de todos, es la mejor del mundo. Pero la mía tiene un superpoder único: hacer de todo un lugar mejor. En este caso, el del elogio de mi madre, lo difícil habría sido hablar mal de ella.

Columna publicada el domingo 1 de mayo de 2016 en Heraldo domingo.

Libros para quedarse a vivir

Isabel Bono nació en Málaga en 1964 y vive allí. A veces viaja a Madrid, aunque no lo dice mucho porque le gusta resguardarse en hoteles y librerías o pasear por las calles de la ciudad sin responder a las obligaciones familiares o de vida social. En el verano de 2013 viajó a La Laguna, Tenerife. Lo sé porque fue allí donde la conocí: me fascinaron su alegría chispeante, su caligrafía delicada y que dedicara los libros a lápiz. Me entregó un ejemplar de ‘Mi padre’ (Aullido libros, 2008) un libro que opera como el ‘Me acuerdo’ de Perec. Está construido con frases que son como chispazos y que se van encadenando hasta componer un retrato del padre de la escritora: “Mi padre dice que si una muchacha es bonita, es más bonita con gafas. Mi padre, cuando volvía del trabajo, se comía una zanahoria y si le preguntaba el porqué, respondía ¿Has visto alguna vez un conejo con gafas? Mi padre usaba gafas iguales a las de Peter Sellers”.

A finales de 2015, Bono publicó en la  editorial sevillana Isla de Sitolá ‘Hielo seco’, un libro de “sugerencias, que no máximas”, según la autora. El libro es fino, como casi todos los de Isabel Bono, se lee en apenas una hora, pero se saborea durante mucho más tiempo. Es un libro que acompaña y que apetece releer para fijarse en detalles que pasaron advertidos en una primera lectura, descubrir relaciones y revelaciones en los espacios en blanco que deja entre las “sugerencias” y reconstruir así la historia que cuenta el libro pero que presenta con las piezas desordenadas. Dice, por ejemplo, en un fragmento titulado ‘espejito espejito’: “Dime de una vez quién es la más bella y por qué estoy tan triste”. En ‘humo azul’ escribe: “Esperar no a que el tiempo pase, esperar a que siga pasando y no duela demasiado. Todo consiste en eso, en que el tiempo no duela”. Y en el último fragmento, ‘adiós’: El año se llevó lo mejor de mí: mi camisa favorita y mi mejor amigo. Sin esperanza ni temor, susurra el invierno”. Es un libro sobre la tristeza, pero hay sitio para el humor. Por ejemplo, en ‘beckett, mon amour’, cuenta: “Cuando vivía en casa de mis padres, todo aquel que entraba en mi cuarto me preguntaba si aquel viejo era mi abuelo. Y yo decía que sí”.

El hielo seco pasa del estado sólido al gaseoso sin pasar por el líquido. Isabel Bono dice que lo que escribe es eso: “De mi cerebro duro y apretado a poemas”.

Hay otro libro que estoy leyendo estos días: ‘Una ilusión’ (Xordica, 2016), de Ismael Grasa. Algunos capítulos, como “Prosélito”, los leo por segunda vez. Los paladeo y lo voy leyendo despacio porque no quiero que se acabe. Y me obligo a no leer más de un capítulo al día. La disciplina del asceta.

Columna publicada el domingo 17 de abril de 2016 en Heraldo domingo.