Category: Nada es ficción

Sobre la visita del papa

Foto: David Barreiros.

JUGOSO MELÓN CON JAMÓN (o la visita del papa)

El domingo acababa oficialmente la Jornada Mundial de la Juventud 2011 que ha llenado Madrid de grupos uniformados armados con guitarras, banderas, bongos y panderetas llenos de ilusión y fe (es esa cosa que les ilumina la cara y les pone los ojillos rojos como si hubieran fumado y les hace gritar que aman a Jesús).

La JMJ ha tenido su contrapartida: manifestaciones, primero, laicas y, después, contra la brutalidad policial. En los medios de comunicación vinculaban a esos manifestantes laicos con el movimiento 15 M; y parece ser que hay algo de cierto: el sábado por la noche compartieron asamblea con peregrinos de la JMJ y el domingo volvieron a reunirse. Mi pregunta es ¿para hablar de qué? Si la primera era una manifestación contra el gasto público por la visita del Papa, y las demás manifestaciones eran una protesta por los excesos policiales al disolver la primera manifestación no entiendo qué hay que sentarse a hablar con los peregrinos.

Por otro lado, una de las críticas más frecuentes de los “laicos” a la Iglesia Católica y, en concreto a este Papa, tiene que ver con la hipocresía, con que lleve zapatos de Prada, etc. Eso es criticarle dentro de sus reglas y sí, lo convierte en un hipócrita, pero hace cosas mucho peores como desaconsejar el uso del preservativo en lugares donde la Iglesia es muy fuerte todavía y donde el condón evita una cantidad enorme de contagios de SIDA (es decir, es un delito contra la salud pública); la Iglesia Católica ha ocultado abusos sexuales a menores, y lo que a mí me parece lo más grave e intolerable es que pretende dictar unas normas (que vienen de la fe, la verdad revelada; es decir lo contrario a la razón y a la ciencia) que sirvan para regir la vida civil. Y contra eso hay que ser firmes y rigurosos y no ceder ni un milímetro.

Me da igual que los peregrinos se emborrachen, que el Papa lleve zapatos rojos y tenga un secretario que se parece a George Clooney, ese no es el argumento; iría más lejos: me da igual que la Iglesia Católica condene la homosexualidad, el aborto, etc. siempre que no pretenda intervenir en las leyes. Me da igual todo eso porque el Papa no habla para mí, como tampoco rodeo una escalera, derramo sal cuando rompo un espejo o me encierro en casa cuando veo un gato negro; hace años que dejé de buscar tréboles de cuatro hojas (solo lo hice una tarde) y no miro qué color piso en un paso de cebra. No hago nada de eso porque creo en la razón y en la ciencia; en la democracia y en el estado de derecho, y desde ahí defiendo los matrimonios homosexuales, la ley del aborto, la persecución de los abusos a menores, la libertad de credo, los besos, los polvos con preservativo, la píldora anticonceptiva, los errores y las equivocaciones. No quiero un Papa que se deje el pelo largo, barba y sandalias para que me caiga bien, sea simpático y lo respete más porque al menos es coherente: en cualquier caso, sería coherente con la magia, y defendería lo mismo que Benedicto.

Despedida (Zaragoza)

En menos de dos semanas me mudo a Madrid, cambio de ciudad, de casa y de trabajo (con suerte, tendré uno por el que me paguen). La gente reacciona de varias maneras cuando lo comento: me animan, me dicen que está muy bien, me dicen que lo voy a pasar muy bien, se muestran preocupados, me van a echar de menos, no quieren que me vaya, etc. Pero en algunos casos he notado una cierta envidia: como si yo hubiera conseguido escapar, huir hacia un lugar mejor de la infecta y gris Zaragoza.

A mí me encanta Zaragoza, imagino que porque soy de aquí, pero también reconozco algunas razones objetivas por las que me gusta mi ciudad: los bares, las librerías, los helados, los paseos, los conciertos, las presentaciones de libros, algunas exposiciones, los amigos, mi familia, las terrazas –quizá hasta los tilos del Paseo Independencia-, el Parque Grande, el campus de la plaza San Francisco, la plaza del Justicia, algunos restaurantes, el arco del Deán y que antes de la guerra de Independencia Zaragoza fuera “la Florencia española”. También hay cosas que no me gustan o que me gustaría que fueran de otra manera –me gustaría que hubiera metro a los barrios rurales, que no hubieran quitado el seto de la Avenida Goya, que la Feria del Libro se mimara más, que hubiera menos procesiones, que desapareciera lo de “grandes proyectos” de la concejalía de cultura…

En el texto que Félix Romeo escribió para la exposición “Visión emocional de la Zaragoza” dice que la frase que más oye es “Zaragoza es una (puta) mierda”. Y que la gente que la pronuncia no siente que esté incluida dentro de la mierda, pero que él cree que forma parte de la (puta) mierda que es Zaragoza. Yo también. Creo que la ciudad la hacemos los ciudadanos, los que compramos o no libros, vamos o no al teatro, etc. Y no creo que vivir en una ciudad u otra te haga ser mejor o peor escritor, pintor, fotógrafo o cocinero. No culpo a Zaragoza de no tener más talento, de no ser mejor escritora, de no ser más alta o de que mi novio me deje por otra (cosa que no ha sucedido, aún). Tampoco creo que Madrid me vaya a hacer mejor (aunque hayas más zapaterías donde pueda comprarme unos zapatos de tacón).

Sé que voy a echar de menos la ciudad, las terrazas y a mis amigos y a mi familia. Sé que estaré más o menos bien en Madrid. Y seguramente me seguiré sintiendo parte de la (puta) mierda que es Zaragoza.

Sobre ‘Confesiones a Alá’

‘Confesiones a Alá’ es el debú literario de la actriz, dramaturga y, ahora, directora Saphia Azzedine (Agadir, 1979), que a los nueve años se trasladó con su familia a Francia y después a Suiza. El libro, como el título indica, son unas confesiones, una suerte de oración dirigida a Alá en la que Jbara, la protagonista, hace un repaso de su vida. Jbara tiene dieciséis años y es pobre; también es guapa, pero eso no importa porque vive en la absoluta miseria. Se prostituye por un yogur de granadina y deja que Miloud, un pastor desdentado, “marrón, amargo y que me da arcadas” esparza su “leche agria” entre sus muslos. Sus padres son muy religiosos y al enterarse de que se ha quedado embarazada, el padre le da una paliza y la repudia. Ahí empieza el periplo de Jbara por ciudades (Belsouss, Masmara, Kablat), trabajos distintos, una estancia en la cárcel, y nombres: Jbara, Sherezade y Khadija. Jbara se prostituye en la miseria, se deshace del bebé en un descampado, escucha consejos de belleza en la radio y se convierte en una prostituta de lujo. Sufre todo tipo de humillaciones y rechaza el amor tranquilo de Abdelatif, cegada por el lujo, y recala en la cárcel. El principio es sobrecogedor y la narración es ágil, pero es un relato con moraleja. Tras el lenguaje crudo y vulgar, pretendidamente provocador y rebelde, se esconde una cierta complacencia con el destino de Jbara. ‘Confesiones a Alá’ es una versión moralista y religiosa de ‘El Lazarillo de Tormes’: a Lazarillo le mueve el deseo de medrar y Azzedine solo le ofrece esa posibilidad a Jbara desde la condescendencia con Alá.

*Esta reseña se publicó el pasado jueves 21 de abril en el suplemento ‘Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón.

Monserga (Gabilondo en Zaragoza)

Hace un par de semanas Iñaki Gabilondo vino a Zaragoza a presentar su libro ‘El fin de una época’, editado por Barril y Barral, una especie de memorias que recogen algunas de las reflexiones del periodista sobre su oficio, a veces, impartidas en conferencias en universidades, etc. Fui una de las mil personas que fueron al Teatro Principal –en un acto organizado en colaboración con la librería Los Portadores de Sueños y moderado por Luis Alegre- porque admiro a Gabilondo: me parece un gran periodista y me gustó mucho en su última época en CNN+, en el programa ‘Hoy’. El formato era sencillo: una entrevista pública, o eso era lo que yo creía que sería. Me sorprendió que alguien que ha hecho tantas entrevistas fuera tan mal entrevistado: el moderador apenas pudo intervenir y mucho menos dirigir la conversación. Aunque me gustó en algunos momentos: cuando hizo una defensa de la urbanidad –me acordé de Ismael Grasa, escritor y profesor de filosofía, que dice que no cree en el mundo interior, solo en la higiene, la urbanidad y la ley-, y cuando contaba anécdotas que tenían que ver con su profesión, su vida, su infancia, etc. Pero de pronto, la charla se convirtió en soflama con algo de populismo, verdades a medias, y un punto de vanidad: contó que obligaba a su equipo de ‘Hoy por hoy’ a ver el amanecer todos los días, que decidían un oyente imaginario para el que hacían el programa –los dos ejemplos que puso eran oyentes tristes, un ama de casa y un hombre cuyo matrimonio naufraga-, y que en los programas con público se sorprendían cuando pedían a un oyente que llamara por teléfono y lo hacía. Dijo que la gran estafa de la sociedad actual era no haber sabido conciliar el trabajo de la mujer con la maternidad, y aunque hay una parte de verdad, me pareció una reducción simplista y populista. Confundió pobreza con austeridad, asimiló la intelectualidad al elitismo –del que él forma parte, aunque no lo dijo- y reprochó al cine arrebatar los valores y las emociones de la vida. Habló del deseo de comprar un piso de los españoles como si fuera algo malo, y utilizó la expresión “pobre pero honrado” –que a mí me produce un rechazo instantáneo- al hablar de la gente que invierte en bolsa. Sin embargo, lo que más me molestó del acto, además del sermón, fueron las reacciones de admiración que provocó entre el público. Entiendo que uno se emborrache de éxito en un momento determinado –y el del lunes fue uno de esos momentos-, entiendo que ante un auditorio lleno y entregado el protagonista se venga arriba y pierda la noción del tiempo y de todo lo demás; pero creo, y en esto sigo a Gabilondo, que el espectador tiene que reclamar su derecho al análisis y debe ser crítico con lo que ve y oye. Por eso no entiendo los elogios que ha recibido por el encuentro y que nadie haya dicho públicamente que Gabilondo no estuvo fino, que pecó de egotismo y que se le fue la mano con la moralina.

La democracia no son los padres

Las revueltas en el mundo árabe contra regímenes despóticos y brutales han disparado las ganas de revuelta de un sector del mundo occidental y empiezan a llamar a la revolución en las redes sociales, instando al mundo a rebelarse, a acudir a manifestaciones y a “exigir una verdadera democracia”.  Parece casi nostálgico: la generación de Internet añora su mayo del 68, su “movida”, quiere una revolución de claveles o jazmines. Pero parece olvidar que no estamos en la España de la transición, que no han encerrado a Henri Langlois en la Filmothèque (y no va a estar Eva Green corriendo por el Louvre) ni vivimos en una dictadura militar o un régimen autocrático.

El enemigo para esas revueltas a las que se insta en Occidente sería el capitalismo, cuyos desastres han quebrado la economía y la confianza de una parte de la sociedad en la estructura. Algunos, los menos, afortunadamente, miran hacia presuntas vías alternativas económicas -ignorando que se trata de dictaduras de signo comunista como Cuba o tiranías como Venezuela-. Al margen de que a los sátrapas tropicales les incomodan profundamente las revueltas árabes (y de que Gadafi concedió su premio de Derechos Humanos a Chávez y Fidel Castro), ante la gestión económica y la represión de esos regímenes, el remedio se parece a amputar un brazo para cortar un repelo. Por otro lado, el capitalismo no va necesariamente ligado al sistema democrático (Franco introdujo medidas capitalistas durante la dictadura).

Creo que hay que ser crítico y cuestionarse muchas cosas, es la única manera de ser mejor. Hay que dudar y analizar lo que sucede, no hay nada más sano que un punto de vista crítico e inteligente, razonado, mesurado, meditado e informado. Y eso requiere reflexión, lectura, análisis y equivocaciones. Pero no creo que la manera sea cuestionar la democracia europea liberal: seguro que el sistema tiene fallos y puede ser mejorable, pero hay algo que debería ser intocable y que deberíamos tener siempre presente: vivimos en un estado de derecho. Y, que sepamos, el único sistema que permite cuestionarse a sí mismo sin acarrear un delito, o penas de prisión es el democrático. Así que los que llaman a una revolución en Occidente deberían ser más cuidadosos, porque resulta frívolo y cínico comparar España con Túnez, Libia o Irán.

Pienso en la cita de G.K. Chesterson:  “cuando se deja de creer en dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. La confianza en la democracia, a diferencia de la fe religiosa, es una convicción racional. Pero ese es el peligro que acecha si dejamos de creer en la democracia: podremos creer en cualquier cosa, hasta en las peores.

*La imagen está tomada de aquí: http://www.publico.es/internacional/77035/seamos-realistas-hagamos-lo-imposible/

El dedo en resorte

Hace unos meses mi madre se empezó a quejar de que le dolía el pulgar derecho. Luego, prácticamente de un día para otro, ya no podía doblarlo. Era como si se le enganchara. Después perdió la fuerza y su pulgar derecho dejó de ser oponible. Le decíamos que ya estaba más cerca de muchos primates. Ella, como es médico, respondía que lo que le pasaba era “el dedo en resorte; algo que suele sucederle a mujeres en la década de los cuarenta o los cincuenta años, amas de casa, de profesiones sanitarias, mecanógrafas o conductoras”. Ella sola reúne todas esas características -menos la de estar en la década de los cuarenta. “Esto se opera”, dijo. Vio un vídeo de la operación que le iban a hacer en youtube. “Lo hacen con una aguja, es como si quitaran las ternillas. Pero da bastante asco verlo”. Así que el martes tenía cita con el doctor Lasierra para que la operara. A mi madre no le dio miedo que el médico que tenía que hacerle una delicada operación de la que dependía que pudiera encender un mechero con autonomía se apellidara Lasierra.

Quedamos en la puerta del Clínico con tiempo para fumar a una distancia razonable de la puerta. Fuimos de consultas externas al hospital y, por fin, encontramos a Lasierra. Era alto, creo, y amable. Nos pidió que esperásemos en una salita con sillas de plástico. Mi madre se quitó los anillos y me los dio para que los guardara. Me acordé de que en una de nuestras últimas visitas a Galicia mi madre perdió un anillo de lapislázuli que le había regalado Julio Alejandro. Al parecer se lo quitó para fregar y lo dejó encima de la mesa, y el anillo acabó en la basura. Cuando se dio cuenta, la bolsa ya había ido a parar al contenedor. Mi abuelo, fue una de las últimas veces que lo vimos, empezó a sacar bolsas del contenedor y a abrirlas y extender la basura en busca del anillo. Mi padre lo ayudaba y mi hermano miraba con extrañeza y ternura.

Me puse todos los anillos de mi madre en un dedo: el de casada, uno muy parecido al que había perdido en Galicia y uno de con una salamandra que le regalamos cuando se empeñó en que quería tener lagartos en casa. Esperamos un rato. El doctor Lasierra volvió a por ella y me dijo que sería muy rápido. Mientras mi madre salía se me ocurrió una broma: la llamé para enseñarle mi pulgar levantado. Pero con las prisas, al doblar la mano hice saltar los tres anillos de mi madre. Los más pesados, el de la salamandra y el que recordaba al desaparecido, los encontré enseguida. Faltaba el de casada. Me levanté y sacudí mi jersey, a lo mejor se había quedado enganchado. No cayó. Me lo quité y nada. Me agaché y empecé a palpar el suelo de la sala de espera. No me lo podía creer. Había perdido el anillo de casada de mi madre. Se iba a enfadar conmigo y, lo que sería peor, todo podía acabar en una discusión entre mis padres: mi madre le reprocharía a mi padre que él nunca lo llevaba, podía montar uno de sus espectáculos de celos fingidos, o podía ser algo grave. Y todo por mi torpeza. No había rastro del anillo. Agité mi abrigo, el gorro de mi madre y palpé las sillas. Sonó el móvil, y al ir a sacarlo de mi bolso, el anillo cayó al suelo: se había quedado enganchado en uno de los ribetes de mi bolso.

Un rato después salió mi madre con la mano amarilla por el betadine y una venda. Casi me había olvidado de la operación. Me dijo que tendría que liarle yo el cigarrillo.

Todas las canciones hablan de nosotros

Me gustaría poder escribir sobre Todas las canciones hablan de mí y explicar por qué me ha gustado tanto, por qué me ha emocionado y por qué creo que nadie debería perdérsela. Me gustaría ser capaz de explicar que los protagonistas, Ramiro y Andrea, que acaban de separarse, podríamos ser cualquiera de nosotros, y por eso nos identificamos. Tienen vidas normales, con amigos normales y pisos normales. Trabajan y quedan a tomar cervezas, se emborrachan y fracasan estrepitosamente en su intento de ligar. Y en el caso de Ramiro, fracasa también intentando olvidar a Andrea porque se da cuenta de que siempre la va a querer. Y eso es muy bonito.

Me gustaría, también, contar que la película no es cursi ni ñoña, ni frívola ni ligera; es un película muy equilibrada y a la vez muy libre. Se emplean recursos –que parecían exclusivos de un cierto tipo de cine francés-  clásicos y otros muy modernos –pienso en las escenas en las que el personaje de Bárbara Lennie aparece leyendo los emails y caminando por la calle-. Pero el tratamiento de esos “trucos” es equilibrado y justo: están presentados, desarrollados y cuando se han agotado desaparecen sin más.

Me gustaría decir que los actores, absolutamente todos, están magníficos: desde la pareja protagonista hasta la chica extranjera que aparece en la librería y apenas dice una frase.

Y luego, me gustaría escribir sobre la referencia a los libros y a la música y al cine, y la reivindicación de que los libros no solo forman parte de la vida, sino que son la vida y nos ayudan a explicarla y a entenderla.

Y me gustaría, por fin, escribir que todo eso está llevado con humor y naturalidad, como pasa en la vida; y que creo que es una película imprescindible porque hacía tiempo que no me emocionaba tanto en el cine, y porque cuando termina te queda una sensación muy parecida a cuando acaba Besos robados: como de una felicidad extraña y un deseo de enamorarte de la vida y de, como dice Ramiro, estar aquí, “ni cinco minutos antes, ni cinco minutos después”.

Más info: http://todaslascancioneshablandemi.es/ y http://todaslascancioneshablandemi.wordpress.com/

Io sono scrittrice (o cómo las clases de idiomas sirven de autoafirmación)

Me he apuntado a clases de italiano y también de inglés. En inglés estoy en intermedio, en tercero, ese océano en el que convive gente que habla muy bien con otros que saben gramática y han aprobado los exámenes pero que se ponen muy nerviosos en los ejercicios por parejas. En italiano estoy en primero, claro. Antes de empezar las clases sabía palabras sueltas por las canciones de Battiato y Paolo Conte, las de Celentano y las de Mina. Así que empecé de cero. Ciao, buongiorno, come stai, Io sono, Io mi chiamo, etc. Aprender un idioma es muy fatigoso, sobre todo al principio. Y yo echaba de menos la gramática. Cómo se conjuga, tiempos verbales, construcción de oraciones, el plural, los artículos, etc. Pero es el momento del método comunicativo. Y el día de aprender profesiones y oficios llega. Y la profesora (professoresa) pregunta a la primera chica: Che fai come lavoro? Y yo me alegro de que haya empezado por el extremo contrario de la U en la que están dispuestos las mesas de la clase. Io sono studente, dicen casi todos. La profesora nos enseña a decir que estás en el paro: disocupato. Y veo cómo uno a uno se van acercando hasta mí. Esperaba que me diera tiempo de pensar lo que iba a decir. Y pienso que lo más fácil es mentir y decir que soy estudiante. Pero cuando llega mi turno me quedo callada y digo non lo so. Y la profesora me dice que lo puedo decir en español y digo que no lo sé. Luego me pregunta si soy freelance. Così così, respondo. Escribo, digo. Y ella me dice que soy escritora y me hace repetir Io sono scrittrice y, de pronto, al decirlo en voz alta, en otra lengua y ante mis nuevos compañeros de clase, no me parece raro. Me lo creo y me digo que eso es lo que soy: scrittice.