Category: Críticas

Entre la ternura y la extrañeza

Es la Inglaterra de principios del siglo XIX, “del año del señor de mil ochocientos treinta y uno”, como la narradora y protagonista se encarga de recordar una y otra vez. Así comienza el relato: “éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano”. Mary escribe sin puntos ni mayúsculas, es la pequeña de cuatro hermanas, hijas de un esforzado y violento granjero al que le habría gustado tener hijos varones para que fueran mejor mano de obra en la granja. “No soy muy alta y mi pelo es del color de la leche”, se describe Mary; que da título a la novela de Nell Leyshon, novelista y dramaturga inglesa.

A Mary le gusta ordeñar a la vaca temprano y visitar a su abuelo enfermo, que duerme en el cuarto de las manzanas y dice palabrotas. Mary ha aprendido a escribir y a leer y quiere confesar algo, aunque no sabemos a quién: “quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar. y eso es por el principio”. Por eso, Mary empieza el relato en la primavera del año anterior. Vive en la granja y comparte cama con su hermana Beatrice, que siempre lleva una Biblia y la abre y mira las hojas, aunque no sepa leer ni entienda qué son todas esas rayas dibujadas en negro sobre blanco. Mary ha compartido cama con todas sus hermanas: Violet siempre tiene frío en los pies y Hope tiene mal carácter. La rutina del trabajo en la granja, las palizas del padre, los gritos de la madre y las peleas con sus hermanas se rompe en verano: el vicario quiere que Mary vaya a vivir a su casa para que cuide de su esposa enferma. El padre de Mary la envía allí a cambio de algo de dinero.

En la vicaría Mary descubrirá un nuevo mundo: Edna, la criada que le enseñará a cuidar a la enferma y a limpiar la casa, la señora Graham, postrada en una cama porque tiene el corazón débil, Ralph, el hijo de los Graham, y el señor Graham, que cada tarde se encierra en su despacho para escribir los sermones.

Leyshon construye una voz potente y verosímil, coherente y capaz de mantener la tensión del relato a lo largo de toda la novela, que transcurre en un año y se estructura siguiendo los ciclos estacionales. Quizá podría haber arriesgado un poco más y haber apostado por una mayor complejidad de los personajes secundarios y de la trama. Pero consigue atrapar al lector entre la extrañeza y la ternura, el suspense y lo que se intuye que ha sucedido. ‘Del color de la leche’ es una novela sólida, una confesión que engatusa por la sencillez y claridad de pensamiento de la narradora, una joven decidida que aprende a escribir en medio de la miseria y el trabajo.

‘Del color de la leche’, Nell Leyshon, Sexto Piso, 2013, 174 páginas. Traducción de Mariano Peyrou.

*Reseña publicada en “Artes&Letras”, de Heraldo de Aragón el jueves 26 de septiembre de 2013.

Lamentos de una generación

 


Dejad de lloriquear es el ensayo de Meredith Haaf (Múnich, 1983) que, como su subtítulo indica, trata de hablar Sobre una generación y sus problemas superfluos y que apareció en 2011 en Alemania. El libro tiene el interés de que ese análisis lo lleva a cabo un miembro de esa generación –lo que presenta algunas limitaciones, también- y el morbo, para un lector español, de que es alemana. Aunque su estudio se centra en la juventud de su país, hay una pretensión de trazar un retrato global, o al menos occidental, de la que se ha llamado generación perdida, la generación de los hijos de los revolucionarios del 68, que creció durante un periodo de paz y prosperidad económica, creía que todo iba a ser siempre mejor y se ha quedado sin utopías, bajo la amenaza de un futuro peor.
Meredith Haaf estaba en Londres trabajando de becaria cuando se produjeron las protestas en torno a la cumbre del G-20, en abril de 2009. Mientras ella celebraba el fin beca en una revista, “miles de manifestantes han sitiado durante días la city londinense, el famoso distrito londinense que se halla a sólo cinco minutos a pie de la redacción”. Desde el sofá, ovillada y con resaca, Haaf se pregunta por qué no ha acudido a las manifestaciones y, sobre todo, por qué “casi ninguno de mis conocidos se habría comportado de manera muy diferente o me habría reprochado mi pasividad política”. Sin embargo, esta promesa de autocrítica se va desvaneciendo poco a poco a lo largo del libro, puesto que, en el fondo, Haaf justifica los lloriqueos de su generación: no pueden esperar nada, dice, porque lo han tenido todo y, además, han crecido con la presión de que podrían hacer todo lo que quisieran. “Si nos hemos convertido en lo que somos es por una serie de razones que no tienen nada que ver con una debilidad de carácter colectivo, como afirman algunas personas mayores. Este libro trata de tales razones”.
Haaf habla de los problemas del término generación en uno de los capítulos más interesantes del libro, no solo por la reflexión acerca del propio término, sino porque, como sugiere Haaf, quizá una de las características de su generación es que se niega a formar parte de ninguna. La generación de los “empollones tristes” sufre tres grandes males, según Haaf: el postoptimismo, el exceso de comunicación y el pragmatismo, de los que se derivan otros efectos secundarios. Ha crecido sin utopías, lo que convierte a los jóvenes en seres inseguros y miedosos. Además, “nuestra capacidad de expresión fue estimulada al máximo” y “La comunicación deviene en lo que la religión fue para Marx y el consumo para Adorno: un límite a la libertad de acción del individuo”. El pragmatismo les hace estar desconectados de los asuntos públicos, vivir solo para el currículo y valorar la vida privada por encima de todo lo demás. Les hace ser cobardes y oportunistas. Se pregunta. “¿Qué ha ocupado el lugar de la solidaridad en nuestra estructura mental? La ética del rendimiento profesional. No el “juntos somos fuertes” sino el “mis codos y yo ya nos arreglamos”. Para expresarlo en nuestro idioma: no estamos unidos, sino que formamos equipos”. Esa actitud conformista resulta retrógrada: “mi generación está interesada en el statu quo y es una cohorte conservadora antes que revolucionaria. No quiere necesariamente que las cosas mejoren, pero le gustaría que no empeoraran”.
Haaf va enumerando los problemas de su generación mientras desmenuza estadísticas y estudios sobre la juventud, repasa otros ensayos sobre el tema y recupera anécdotas y fragmentos de conversaciones con sus amigos y conocidos –lo que hace que el libro esté vivo y le otorga uno de los grandes méritos: atreverse a contar y analizar lo que sucede a su alrededor sin esperar a una perspectiva histórica-, pero esos datos que aporta y esos diálogos solo sirven a su propósito. Tenemos la sensación de que, como ocurre con la superstición y la magia, solo se tiene en cuenta la realidad cuando esta le da la razón. A veces pone ejemplos que le llevan la contraria (al hablar de la solidaridad o de la implicación política de los jóvenes), que según ella solo demuestran su carácter extraordinario: “Por supuesto que hay excepciones, pero éstas desempeñan el que, según el tópico, es el mejor cometido de las excepciones: confirmar la regla”. Puede que tenga razón y que la mayoría de los jóvenes sea como ella dice, pero el salto que propone de lo particular a lo general es demasiado grande. Y a pesar de eso, retrata algunos comportamientos típicos de esa generación con humor e ironía: la banalización, la obsesión con las redes sociales, la vuelta de lo retro y vintage, la cultura hipster, a la que Haaf critica con ferocidad, la precariedad y la eterna adolescencia a la que está condenada esa generación mantenida por sus padres hasta casi los treinta años.
Por otro lado, es mucho mejor enumerando los males que analizándolos. Cuando trata de explicar el origen de dichos males, siempre encuentra un culpable ajeno a la generación: las circunstancias, la presión, que los padres les prestaran demasiada atención haciendo de ellos unos mimados, que se divorciaran, los gobiernos y sus medidas, la competitividad, etc. Sin embargo, no encuentra un motivo que explique o justifique la inacción. Escribir este libro es una manera de romper con la apatía, de participar y de llamar la atención de su generación, y es un intento valiente, ambicioso y arriesgado -aunque al mismo tiempo como ensayo sea fallido y redundante en su argumentación. Haaf es honesta y reconoce no tener una fórmula, pero sí de quién es la responsabilidad: “Creo que cuando empecemos a ejercer la crítica y a no querer hacerlo todo bien, los cambios se producirán por sí solos. […] Está en nuestras manos”.

Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos.
Meredith Haaf, traducción de Patricio Pron.
Alpha Decay, 2012, 265 páginas.

*Reseña publicada en la revista Letras Libres, en la edición española.

La foto está tomada de aquí.

Galería de seres a la deriva

 

‘La vida interior de las plantas de interior’, libro de cuentos que acaba de publicar Patricio Pron (Rosario, 1975), debe su título a un equívoco sobre un disco inexistente de Stevie Wonder que luego resultó ser un documental basado en un libro sobre la vida secreta de las plantas. Esta anécdota comparte uno de los mecanismos y de las constantes del libro: casi todo sucede por azar.

Hay una actriz porno que huye de su pasado, un escritor que es jurado de un premio literario, una dependienta de floristería que nunca ha cogido a un bebé, un perro atropellado y otro que ha sido modelo de Picasso, un accidente de coche que tiene como testigo a un niño, una peluca que ha pasado por muchas cabezas –casi todas desgraciadas-, una relación de amor a distancia con final infeliz y toda una galería de personajes heridos que tratan de salvarse o que esperan que alguien o algo los salve.

Los cuentos dialogan entre sí a través de resonancias y relaciones subterráneas que enriquecen el conjunto, pero también cada una de las piezas de manera individual. Hay varios en los que aparecen escritores que protagonizan su propio momento de debilidad y que encierran reflexiones sobre la propia literatura: “había personajes que merecían vivir más allá de la autoridad y de la misma existencia de sus autores”, y en otro de los cuentos: “[los autores] son tan imaginarios como sus personajes o las tierras que imaginan y pueblan”. El perro al que Picasso pintó en 54 ocasiones dice en el relato que protagoniza: “Nadie debería ser retratado nunca”.

Pron aborda la fragilidad desde distintos puntos de vista y a través de diferentes personajes, y también explora diferentes estructuras de relato: a veces lo plantea en orden inverso, como sucede en “Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido”; en “El cerco” presenta a diferentes personajes en un mismo instante siendo partícipes en mayor o menor grado de un suceso. “Algo de nosotros quiere ser salvado”, en cambio, es un relato escrito sin un solo punto seguido.

Entre la perturbación y la desgracia hay sitio para el humor y la ironía, que aparecen claramente en los cuentos protagonizados por escritores, pero no solo, también en “La explicación” y “La cosecha” hay destellos de humor entre lo perturbador y lo triste. “A pesar de su ingenuidad y de su juventud, A. parece haberlo entendido ya todo, y es feliz con su vida de escritor que nunca ha escrito una sola línea”, dice el narrador en “Trofeos de amantes que han partido”, una sátira sobre los parásitos del mundo literario. El narrador presenta con ternura y piedad a L., la protagonista de “El nuevo orden de la última lluvia”, en su viaje errático por Europa en el que busca empezar de cero y piensa largas cartas para la hija que ha dejado en California que nunca llega a escribir.

‘La vida interior de las plantas de interior’ es un sobre los pequeños e invisibles hilos que nos conectan y sobre lo caótico del azar. Es un libro en el que está contenida la belleza de la fragilidad de la vida.

*Reseña publicada el jueves 7 de febrero en ‘Artes&Letras’, de Heraldo de Aragón.

 

La novela del despertar

‘La última película’ de Larry McMurtry (1936, Wichita Falls, Texas) se publicó en 1966 y acaba de ser editada en España por primera vez. McMurtry también es guionista: recibió el Globo de Oro y el Oscar al Mejor Guión por ‘Brokeback Mountain’, y colaboró en la adaptación al cine de ‘La última película’, bajo la dirección de Peter Bogdanovich.

“A veces Sonny se sentía como si fuera el único ser humano del pueblo. Era una desagradable sensación que solía experimentar por la mañana temprano cuando las calles estaban completamente vacías, como cierta mañana de sábado de noviembre. La noche anterior, Sonny había jugado su último partido de fútbol americano con el equipo del instituto de Thalia, aunque no era ese el motivo por el que se sentía tan raro y tan solo. Se debía, simplemente, al ambiente del pueblo”, así arranca la novela y plantea algunos de los temas centrales del libro: la vida aburrida de Thalia y la melancolía de Sonny. Poco después aparece Duane, el amigo inseparable de Sonny. Los dos viven en la misma pensión y están enamorados de la misma chica: Jacy Farrow, la novia de Duane.

A través de las andanzas de Sonny y Duane se traza un retrato duro, pero cariñoso del pueblo y sus habitantes. Thalia no ofrece muchas opciones de diversión, aparte del cine y el sexo con animales, y, además, los cotilleos y los rumores van demasiado rápido. Todos tienen secretos y aventuras, algunos dejaron pasar al amor de su vida y todo el pueblo lo sabe, aunque no se hable de ello. ‘La última película’ cuenta muy bien el desconocimiento del sexo: casi todos los encuentros sexuales son atléticos y decepcionantes y, sin embargo, no parecen pensar en otra cosa.

Los personajes secundarios son memorables: Sam el León, dueño del cine, el billar y la cafetería, sus tres hijos murieron y se ocupa de Billy, que no habla y al que le gusta el cine y barrer el pueblo, incluso los días de viento; Ruth Popper, la mujer del entrenador, que no tiene hijos y se hunde en la soledad; Lois Farrow seguramente alcohólica e infeliz, pero atractiva y rica o Genevieve, la atractiva camarera del turno de noche.

En la novela pasan muchas cosas: hay muertes, matrimonios ilegales, infidelidades, aventuras, viajes a México, un alistamiento en el ejército y el cierre del cine, decepciones amorosas, traiciones, malentendidos y escenas inolvidables, como el desnudo de Jacy Farrow en la piscina. Y transmite el ambiente inmovilista y endogámico del mundo rural. Uno de los personajes le dice a Sonny: “[Tu madre y yo] Nos graduamos juntas. Te aseguro que nunca pensé que me acostaría con su hijo. Esta vida tan pueblerina no nos conviene”. ‘La última película’ es un libro magnífico sobre el despertar a la vida y a la madurez, sobre los deseos y sobre el sexo.

*Reseña publicada en ‘Artes&Letras’.

Las islas de la enfermedad

Joyce Mansour (Bowden, Inglaterra, 1928 – París, 1986) creció en El Cairo, se quedó viuda después de apenas un año de matrimonio, se casó de nuevo con Sami Mansour, de quien toma el apellido, y se instaló en París en 1953. Escritora de poesía, teatro y novelas, excepto algunos poemas en inglés, siempre en francés. La editorial Igitur ha traducido su poesía y ahora Periférica publica la novela breve ‘Islas flotantes’.

La protagonista y narradora de ‘Islas flotantes’ empieza la novela en Niza y tiene que coger un avión: su padre se está muriendo en Ginebra. Lleva con ella dos libros, ‘La saña’, de Émile Zola, y ‘El mundo desierto’, de Pierre Jean Jouve. Se decide por el segundo, en el que a veces se ve reflejada: “Los caminos se encuentran. El real y el imaginado. En ambos casos desembocan en Ginebra”. Y más adelante: “Así pues, por ahora vivo bajo la tutela del autor de ‘El mundo desierto’. Sigo su dictado a lo largo de docenas de hojas sin puntuación ni cobijo alguno. […] Podría descubrir un sentido a mi deambular, pero la cantidad de signos que aumentan en este estercolero la presencia de la ley paterna en forma de verbo… Mejor callarse. Continuar”.

El arranque de la novela es espectacular, atrapa, y poco a poco va entrando en ese mundo de tubos y gomas, de deshechos e inmundicia, que huele a lejía y orín, del que no saldrá. Va a ver a su padre al hospital, se pregunta cómo avanzará cada día la enfermedad en él, cómo le irá consumiendo, y le asalta un “horrible pensamiento: ¡la palabra ‘hospitalidad’ viene seguramente de ‘hospital’!”. Se van intercalando citas del libro de Jouve entre las visitas al hospital y los diálogos con el padre.

No se sabe cómo, la protagonista acaba recluida también en ese mismo hospital, en el que enfermos y sanos se confunden, como se confunden sexo y enfermedad: aparecen orgías que forman parte de sueños o pesadillas, y la protagonista establece una relación de complicidad, casi camaradería, con Mr. Cooper: “Una inmensa oleada de náuseas nos engulle a los dos, un maremoto de rabia, de mierda y de vómitos”.

‘Islas flotantes’, que toma el título del famoso postre, es una novela sobre la enfermedad, la decrepitud del cuerpo, la vejez y el sexo. Y es una novela sobre el cáncer y la angustia: “Habría mucho que decir sobre el problema de la angustia y el cáncer. […] Sí, para mí el cáncer es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre”. Joyce Mansour bucea en libros y recupera citas sobre la enfermedad y el dolor. Es una reflexión sobre la degradación en la que nunca llegamos a saber qué es sueño, pesadilla o alucinación y qué es real. Aunque la novela pierde fuerza con respecto al brillante comienzo, ‘Islas flotantes’ es una excelente muestra del talento de Mansour.

*Reseña publicada el jueves 11 de octubre en ‘Artes&Letras’, de Heraldo de Aragón.

*La foto está tomada de aquí.

Reseña de ‘Hostal Parisién’, de Antonio Fontana

‘Hostal Parisién’ es la cuarta novela de Antonio Fontana (Málaga, 1964) y es el nombre del hostal que abren los padres del narrador un año antes de que él nazca. El Hostal Parisién no está en París, sino en Málaga: “No era exactamente París, qué iba a ser París, pero era lo más cerca que estaríamos nunca de París”. Está en la calle de los Cuarteles, pero cuando el hostal abrió, de los cuarteles que dan nombre a la calle solo quedaba uno y “estaba a punto de ser demolido”. Las paredes del hostal están llenas de fotos del padre del narrador en los lugares más famosos de París: la Torre Eiffel, el Molino Rojo, el Arco de Triunfo y los Campos Elíseos.

El narrador vuelve a la calle de los Cuarteles, donde “las cuatro o cinco fotos de París cuelgan todavía de las paredes” y “la placa del portal sobrevive a la roña y a los años”; vuelve a la casa de su infancia en una visita breve e incómoda, y descubrimos a su madre enferma: no reconoce a su hijo, cree que vive en otra época, en la que era la encargada de cobrar a los clientes del hostal y de que todo estuviera en orden. La vuelta a la casa paterna es una vuelta a la infancia que sirve para trazar una foto de familia que se remonta varias generaciones: presenta a los abuelos paternos genoveses –de los que recupera cartas y fragmentos de un diario- y a la familia materna, que vive en Madrid en una casa llena de familiares más o menos lejanos y tías solteras o viudas. Seguimos las peripecias y las desgracias (o como se dice en el libro, “de entre todas las anécdotas del sálvese quien pueda que fue la guerra, elijamos una cualquiera”) de las dos sagas durante la Guerra Civil y poco a poco, con saltos en el tiempo, llegamos al momento crucial de la novela: cuando Mercedes y Antonio, los padres del narrador y fundadores del Hostal Parisién, se conocen y se enamoran. A pesar de que se puede intuir que se van a encontrar, los tiempos y los relatos están manejados de manera que el encuentro entre los padres consigue sorprender y emocionar al lector.

El libro podría haber ido en otra dirección, tal vez desarrollar más esas partes en las que el narrador desvela detalles de sí mismo, esos fogonazos que son casi como puntas de icebergs (no se atreve a contarle al padre que ha roto con su pareja; tampoco a entrar en el cuarto de baño mientras su padre baña a su madre; vive un primer amor con un joven nadador que se hospeda en el hostal) o esos destellos en los que habla de lo que le incomoda volver a su casa. El narrador se cuenta a través de su familia, a veces escondiéndose, a veces mostrándose.

‘Hostal Parisién’ es un libro sobre la memoria, la propia y la ajena, sobre cómo se construyen los recuerdos y, al mismo tiempo, trata de salvarlos del olvido. Es un árbol genealógico familiar, más o menos real, en la nota final dice: “Las cosas ocurrieron tal como las cuento, pero no exactamente tal como las cuento”. Habla de la identidad y de las relaciones entre padres e hijos. Es un libro nada vanidoso ni autocomplaciente sobre cómo escribir literatura desde la memoria que recorre el siglo XX español. Es una novela delicada y valiente que trata de proteger la historia familiar del olvido inevitable y que contiene una poética de la memoria.

‘Hostal Parisién’, Antonio Fontana, El Aleph, Barcelona, 2011, 191 páginas.

*Reseña publicada en ‘Artes&Letras’ el pasado jueves 21 de junio.

La escritura como salvación (‘Una idea genial’, de Inés Acevedo).

Inés Acevedo (Tandil, Buenos Aires, 1983) ha escrito su biografía en ‘Una idea genial’ (Alpha Decay, 2012). “Empiezo a escribir esta autobiografía todo de nuevo. Será depresiva porque estoy de mal humor, y cuando estoy mal, me choco la cabeza contra lo primero que encuentro. Estoy enferma y no puedo creer que un día me voy a morir. Mis padres y los padres de amigas mías ya se murieron. Habrá un día en que yo voy a morir definitivamente.” La autobiografía avanza a fogonazos y no sigue ningún orden cronológico. Inés tiene una hermana gemela, un hermano y una hermana pequeña con síndrome de Down; su padre estaba enfermo, publicaba pronósticos meteorológicos en periódicos y llegó a redactar un estudio: ‘Mi escuela de meteorología sinóptica’. Tenía una relación conflictiva con su madre. Sus padres murieron años atrás.

La vida de Acevedo está ligada a la literatura desde su nacimiento: “¡Llevo el nombre de una Mediocre Novela Romántica! Escrita por mi bisabuelo en 1907, ‘Minés’ narra los fogosos anhelos de un muchacho y una triste novicia. El accidente me inclinaba a un destino literario. Mi bisabuelo, Eduardo Acevedo Díaz, un uruguayo que se exilió en Argentina luego de participar de la Revolución de las Lanzas, es considerado el fundador de la novela histórica uruguaya. El orgullo de la familia era un escritor”.

Acevedo habla de la familia, del nacimiento de una vocación, de la fascinación por la lectura (“[Leer] Cambió mi vida”, confiesa), de la vida en la granja, de la relación con sus hermanos, de trastornos alimenticios, de sus padres y abuelos, del despertar sexual, de la necesidad de trabajar, de su historia de amor con el escritor Jorge di Paola. Habla de su primera regla, lo que considera “el peor día de mi vida”, y del concurso de relatos que ganó en el colegio, de un viaje a Europa, y de su primer escritorio: “un mueble funcional, plegable, de madera plastificada, modulable[…]. La instalé en mi cuarto, y me senté a escribir”.

El libro pasa como de puntillas por los episodios de la vida de Acevedo y se construye casi a base de elipsis. Sin embargo, está lleno de digresiones sobre de dónde viene el dulce de leche, cómo se conocieron sus padres. Entre lo que no se cuenta, pero que es tan importante como lo que sí se cuenta, se puede entrever una época más conflictiva y dolorosa de su vida: desde que se va de casa hasta que conoce a su novio, que acompaña a ella y a su hermana al cementerio a cambiar las flores de la tumba de su padre. ‘Una idea genial’ es un libro honesto y sincero, que encierra mucho más que una autobiografía precoz y que anuncia una escritora descarada, inteligente y con un estilo propio.

‘Una idea genial’, Inés Acevedo.

Alpha Decay, colección Héroes Modernos, Barcelona, 2012, 133 páginas.

Reseña publicada el jueves 17 de mayo en el suplemento ‘Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón.

“Una forma de vida”, de Amélie Nothomb

Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) es belga y vive en París. No tiene ordenador, ni internet, escribe a mano todos los días durante cuatro horas después de beber un litro de té. Ha publicado veinte novelas de las más de setenta que lleva escritas. ‘Una forma de vida’ es la última de ellas y, probablemente, la mejor de todas.

Entre los hábitos de la escritora está responder personalmente a las cartas que recibe de sus lectores, tarea que le ocupa tanto tiempo que en su editorial le han cedido una habitación para que lea y escriba su correspondencia. ‘Una forma de vida’ comienza cuando recibe una carta de Melvin Mapple que viene de Bagdag y se encadena un cruce de cartas entre el soldado americano destinado en Irak y la escritora. Amélie Nothomb habla de sus rutinas, de la correspondencia que mantiene con sus lectores sin pudor ni hipocresía, con una sinceridad casi brutal. Establece una relación rara con su correspondiente en Irak –que como ella tiene extraños hábitos alimentarios-, al que anima sin querer a convertirse en un artista de “bodyart” y hacerse fotos: Mapple ha engordado 130 kilos desde que se alistó.

La relación con Mapple empieza con un escepticismo casi profesional: “Melvin estaba lejos de ser el primero en sentir la necesidad de existir para mí y de creer que conmigo todo era posible. Sin embargo, resultaba raro decirlo tan simple y llanamente.” Nothomb empieza a ansiar las cartas: “Dirigirle algún reproche no me pasaba por la cabeza. Si no tolero que alguien se indigne por mis prolongados silencios, les concedo el mismo derecho a mis conocidos. Por otra parte, ¿debía ocultarle que le había echado de menos?”. Establecen una relación de complicidad y de entendimiento que lleva a Amélie Nothomb a subirse a un avión rumbo a Washington y allí, suspendida en el aire, escoge una vía de escape casi suicida.

La correspondencia con Melvin Mapple es un pretexto para reflexionar sobre la relación de la propia Nothomb con la escritura, con otros escritores; para reflexionar sobre la prensa, que “elige bien las acciones y mal sus temas”; y sobre el derecho al voto: “No me pierdo unas elecciones por nada del mundo. […] antes morir que dejar de cumplir con mi deber electoral”; para contar sus viajes a Bélgica y a Estados Unidos; para hablar de la guerra de Irak y de Obama. Confiesa que empezó a escribir cartas por una imposición familiar a su abuelo materno, “un desconocido residente en Bélgica”; y que “Llevo mucho más tiempo siendo epistológrafa que escritora y probablemente no me habría convertido en escritora –en todo caso, no en esta escritora- si antes no hubiera sido una asidua epistológrafa”.

Nothomb escribe sobre las relaciones personales: “La primera etapa consiste en constatar la existencia del otro: puede ocurrir que se transforme en un momento de asombro. En esta fase somos como Robinson y Viernes en la playa de la isla, nos contemplamos el uno al otro, estupefactos, asombrados de que exista en este universo otro tan distinto y tan cercano al mismo tiempo”. Habla de sus tiránicos correspondientes con una sinceridad implacable: “Tengo un método para enfrentarme al enemigo: empiezo por la selección.” Y más adelante: “Me enloquece leer cartas y escribirlas, sobre todo con determinadas personas. Sólo que a veces conviene que me desintoxique para poder apreciar mejor esta práctica”. No le parece bien la necesidad de algunos de sus correspondientes de no ser tratados como los demás: “Siento el más profundo respeto por los demás. Usted pide un trato de excepción, así que dejo de respetarle y tiro su misiva a la papelera”.

Nothomb ha trazado quizá su mejor novela: los personajes tienen aristas, la mezcla entre realidad y ficción es ejemplar y consigue que tengamos la sensación de que el misterio y la extrañeza impregnan la aparente cotidianeidad. Es una reflexión sobre la obsesión y la escritura, o la escritura obsesiva, sobre por qué escribe y cómo escribe: “Sólo existe una manera de solucionar una dificultad de escritura, y es escribir. La reflexión eficaz y activa sólo interviene en el momento de la redacción”. Con esta novela Nothomb va más allá de la autoficción y se disecciona a sí misma como escritora sin pudor ni autocompasión. Se dice: “Lo sabes: si escribes cada día de tu vida como si estuvieras poseída es porque necesitas una salida de emergencia. Para ti, ser escritora significa buscar desesperadamente la puerta de salida”.

‘Una forma de vida’, Amélie Nothomb, 146 páginas, Anagrama, Panorama de narrativas, Barcelona, 2012, traducción de Sergi Pàmies.

*Crítica publicada el jueves 29 de marzo en ‘Artes & Letras’, de Heraldo de Aragón.

Los años oscuros de París

Los años oscuros de París

Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) es uno de los mejores novelistas que ha dado Francia desde finales del siglo XX; es ya el escritor más importante de su generación y su nombre empieza a aparecer en las tradicionales quinielas para el Nobel. Anagrama reúne ahora en un mismo volumen las tres primeras novelas de Modiano, lo que la crítica francesa Carine Duvillé llamó ‘Trilogía de la Ocupación’ y que contiene ‘El lugar de la estrella’ (1968), ‘La ronda nocturna’ (1969) y ‘Los paseos de circunvalación’ (1972). Además de que las tres investigan y tratan de tirar de los enredados hilos para saber qué pasó durante la ocupación nazi de París, las tres están narradas en primera persona (excepto algunas partes de ‘El lugar de la estrella’) y las tres son casi un tratado sobre el traidor, el cobarde.

‘El lugar de la estrella’ mezcla ensoñación y realidad a través de los delirios de su protagonista y narrador: un judío rico al que vemos en Ginebra, en el norte de Francia, en París; colabora con la Gestapo, denuncia el antisemitismo al mismo tiempo que él engrosa las filas de los antisemitas; malvive de la trata de blancas y tiene un apasionado romance con una aristócrata; le da dinero a su padre justo antes de que vuelva a Nueva York. El título original contiene una ambigüedad, ya que se refiere al mismo tiempo a la plaza de l’Étoile que preside el Arco de Triunfo y al lugar en el que los judíos debían llevar la estrella, cosida en un brazalete, que los marcaba como tales. Quizá esa ambigüedad es la que estructura la novela: tenemos la sensación de no saber nunca dónde estamos, ni de qué lado está el protagonista. El cinismo, la culpa y el sentido de supervivencia aparecen ya en la primera novela de Modiano como los grandes temas.

En ‘La ronda nocturna’ el protagonista frecuenta un grupo de mafiosos, ex prostitutas y gánsteres que ocupan mansiones abandonadas, las saquean y venden lo que encuentran, torturan, golpean y asesinan a los miembros de los grupos de la resistencia. Operan al margen de la ley, pero tienen carnés de policía y ningún escrúpulo ni miramiento. El protagonista, y narrador, colabora con ellos, tal vez por miedo, por necesidad, por servilismo, porque no ha hecho nada por evitarlo; por proteger a dos seres monstruosos que le acompañan a lo largo de la novela y que no son del todo reales. Él mismo lo explica: “Vivíamos tiempos excepcionales. Robar y traficar se había convertido en lo más normal. […] Vendíamos todos los objetos de los que nos incautábamos. Curiosa época. Me convirtió en un individuo ‘poco lúcido’. Chivato, saqueador, asesino quizá. Yo no era peor que otro cualquiera. Me dejé llevar por lo que hacían los demás, eso es todo. El mal no me atrae de forma especial”. Acabará siendo un agente doble y deberá elegir, tomar por fin una decisión. Dice: “Por fin me merecería ese calificativo de ‘soplona’ que me encogía el corazón, que me hacía notar un vértigo cada vez que lo oía decir. SOPOLONA. Pese a todo me esforzaba en alargar el plazo explicándoles a mis dos jefes que los miembros de la OCS eran inofensivos. Unos chicos quiméricos. Atiborrados de ideales y nada más. ¿Por qué no dejar que esos simpáticos idiotas siguieran divagando? Padecían una enfermedad: la juventud, de la que se cura uno muy deprisa”.

‘Los paseos de circunvalación’ es quizá la mejor de estas tres novelas: un joven busca a su padre y, para acercarse a él, se mezclará con colaboracionistas que publican nombres y direcciones de judíos en un semanario parisino. Hay orgías, fiestas, ambientes tensos y alcohólicos, un pasado que expurgar y un padre al que recuperar y, tal vez, salvar. “Murraille, Marcheret, Maud Gallas, Sylvaine Quimphe… No es que me haga especial ilusión dar su pedigrí. Tampoco lo hago porque me importe la dimensión novelesca, pues carezco por completo de imaginación. Si me intereso por estos desclasados, estos marginales, es para dar, al pasar por ellos, con la imagen escurridiza de mi padre. No sé casi nada de él. Me lo inventaré.”, dice el narrador, y lo cumple. La novela es también una reflexión sobre la relación entre padre e hijos y el amor incondicional: “A estas penalidades me sometía con la esperanza de establecer algún contacto con usted. Pornógrafo, gigoló, confidente de un alcohólico y de un soplón, ¿hasta dónde iba usted a arrastrarme? ¿Iba a tener que bucear aún más hondo para sacarlo de la cloaca en que estaba?”. Y habla también de cómo reconstruir el pasado: “De lo que fue su vida, sólo tenemos indicaciones muy vagas, contradictorias con frecuencia, dos o tres puntos de referencia. ¿Piezas de convicción? Un sello de correos y una Legión de Honor falsa. Así que nada más nos queda ya la imaginación. Cierro los ojos”.

En estas tres primeras novelas está ya el gran Modiano, el que años después, en 1997, escribirá ‘Dora Bruder’, una de sus mejores novelas junto a ‘Un pedigrí’ (Anagrama, 2007); el Modiano que investiga, busca y reflexiona sobre el pasado, sobre su origen y sobre la culpa; el Modiano que nos hace mejores con la expurgación de los años más oscuros de París.

*Reseña publicada el pasado jueves 23 de febrero en ‘Artes & Letras’ en Heraldo de Aragón.