Mar bravo
Aunque haya nacido en Zaragoza y haya pasado toda mi vida en ciudades o pueblos de secano, espero que algo del conocimiento del mar de mi padre, gallego de Arteixo y que ha tratado con mares embravecidos, se me contagie por una especie de pirueta genética que lleve la contraria a Darwin, aunque solo sea para salvarme la vida. Lo que me ha llegado de esa convivencia paterna con el mar es el respeto; la palabra mágica que repetía mi madre una y otra vez cuando éramos pequeños. Al mar hay que respetarlo, decía echando mano de uno de esos mantras (que se espera que a fuerza de repetirlos se conviertan en verdad) sobre la ecuanimidad de la naturaleza: si no la dañas, no te dañará. También me acuerdo de los consejos de mi abuelo cada vez que nos preparábamos para ir a una de las playas de la infancia de mi padre: “Es un mar muy traidor”.
Recuerdo esos consejos y advertencias un segundo después de que mi novio me advierta de que una ola está a punto de romper y viene con mucha fuerza. Estamos en Anglet, en las Landas, en una playa con un nombre seductor y un poco cursi, “Chambre d’amour”. Hemos hecho quince kilómetros; nos alojamos en Tarnos, pueblo natal de Zaz, la cantante francesa que ya ha provocado alguna discusión entre mi padre y yo. Los socorristas nos han llamado la atención porque nos estábamos adentrando demasiado en el agua –nos llega un poco más arriba de las rodillas–, que está embravecido y trae resaca. Mi novio me avisa, pero la ola me alcanza y me tumba. Me arrastra hacia la orilla, me quejo cuando me golpea contra el suelo y oigo las risas de mi novio.
*Columna publicada el domingo 9 de agosto de 2015 en Heraldo domingo.
**En la imagen, un momento de Mi noche con Maud, de Éric Rohmer.