Garrapinillos

Nos mudamos a Garrapinillos en el año 2000. De la casa de la calle Perera Larrosa nos mudamos a la de Torre Medina, en las afueras de Garrapinillos, en 2006, en la que apenas estuvimos un año todos juntos: en 2007 mi hermano mayor y yo nos independizamos. La casa está cerca del aeropuerto y de la base aérea, y se oyen los aviones. También se ven los caminos que dejan en el cielo, las líneas que dejan tras su paso.

No estaba en casa el lunes cuando se produjo la explosión en la empresa Pirotecnia Zaragozana. Pero se oyó. Los cristales temblaron. Habría quien lanzara algunas especulaciones sobre la causa del estruendo. Incluso cuando se supo qué había pasado, el alcance del accidente no podía preverse: seis muertos y seis heridos tras la detonación cuyas causas aún se desconocen.

Algunos de mis amigos me escribieron al escuchar el nombre de Garrapinillos en las noticias. Algunos amigos de mi hermana pequeña se acercaron al lugar del accidente para ver el incendio. Es una manera como otra cualquiera de espantar el miedo, de sacudir el escalofrío que te recorre cuando sucede una tragedia tan cerca: piensas que ese podrías ser tú. Piensas que eso, un accidente terrible, a veces estúpido, podría sucederte a ti. Que podrías ser el hijo o el padre fallecidos, o la mujer de 25 años que permanece ingresada. O que podría tratarse de algún familiar o amigo. Y así, cruelmente y con la eficacia de una bofetada, la muerte nos recuerda nuestra vulnerabilidad y la fragilidad de la vida. Y nos impone la responsabilidad de disfrutarla y de aprovechar las cosas buenas, como una manera de recordar a los que no están.

*Columna publicada el domingo 13 de septiembre de 2015 en Heraldo domingo.

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