Último ensayo

Héctor Sangüesa era de Zaragoza y dirigía una compañía de teatro en Utebo, que tenía un teatro en el que Producciones del Astrolabio, la compañía de Héctor, estrenaba todos sus espectáculos. Cuando la chica de producción me llamó para ofrecerme un papel no imaginé que era para hacer de anciano. Me contó que estaban preparando una adaptación de Las mil y una noches y que Eva haría de Sherezade y Darío, de Simbad; habría además otros dos animadores y yo. “¿Qué es exactamente lo que tengo que hacer?”, pregunté. “Tú serás el narrador, el que cuenta la historia de Sherezade mucho tiempo después”. “¿Algo así como un Homero versión persa?”, dije. “Más o menos”, dijo ella y yo sospechaba que no había entendido nada. Me llamaban sólo para el estreno en Lisboa, Portugal, porque la chica titular no podía ir. En realidad yo formaría parte del equipo B. “Es una oportunidad para ti”, me había dicho la chica de producción para convencerme, “Héctor ha querido contar contigo y eso está muy bien, aunque sea para una sustitución en un infantil”. Era la primera vez que trabajaba en serio para una compañía de verdad: con ensayos pagados, bolos, pruebas de vestuario, seguridad social, cotizaciones y todo eso, así que acepté, claro.

Era el último ensayo y teníamos prueba de vestuario. Normalmente Héctor ponía mucho empeño en humillarnos cuando nos equivocábamos, pero esa tarde estaba como pensando en otra cosa y apenas nos interrumpía. Ensayar un espectáculo en el que lo más importante es la reacción del público, sin público me parecía perder el tiempo. Por eso hacía chistes y me ganaba reprimendas de Sangüesa. La chica de producción entró con unas bolsas de plástico colgadas en perchas cuando habíamos acabado el primer pase. Los trajes iban dentro. El vestuario de Eva era de tul con unos bombachos de tela de forro. Todo de color violeta. Darío llevaba unos bombachos y una camisola. Los animadores llevaban unos bombachos color crema y unos chalecos de imitación de cuero. Estaba deseando ver a Ángel con el chaleco puesto. Sacó mi vestuario: una larga túnica beige abierta en los laterales y unos bombachos verde botella; después me enseñó el turbante, coronado en el centro con una perla que seguramente habrían comprado en los chinos. Al turbante iba pegada una peluca grisácea, que, por supuesto, tenía una barba y un bigote a juego. Uno de los actores veteranos de la compañía me explicó cómo se pegaba la barba: primero se extendía el pegamento -mastic lo llamaba él- con un pincel.

-Primero lo extiendes, así, vale, muy bien –decía el actor veterano-. Ahora pasa los dedos por encima dando como golpecitos, ¿ves? Eso es –sólo era pegamento, no podía ser tan difícil, pensaba yo-. En cuanto notes que los dedos se te quedan pegados, es que ya está listo. Te tienes que dar prisa porque si tardas demasiado, el mastic se secará y tendrás que empezar de nuevo.

Sujeté la barba por los lazos que salían de los extremos y la coloqué justo debajo de mi labio inferior y la presioné contra mi barbilla. El actor veterano cogió los lazos y me los ató en la cabeza. Yo llevaba el pelo largo y tuve que hacerme una coleta y luego chafarla en un moño para que no se viera el bulto por debajo de la peluca.

-Una cosa más –era el actor veterano-, no cierres inmediatamente el bote o se quedará pegado.

Con todo mi vestuario y atrezzo colocado entré en la sala de ensayos. La carcajada fue general. Ahí estaba yo, junto al libro que habían construido -cuyas hojas de aglomerado estaban recién pintadas- que era aproximadamente el doble de alto que yo y que pesaba lo suficiente como para aplastarme si se me caía encima.

-Pareces el padre de Yasmin, de Aladino –me dijo Darío.

-No –dijo Eva-, pareces el llavero del libro –yo también estallé en carcajadas en ese momento. El pegamento de la barba me tiraba en la cara y tenía la sensación de que la barba se iba a caer en cualquier momento.

-No me hagas reír, que se me despega la barba –le dije a Eva.

Eva y Darío estudiaban Filología Hispánica, como yo. Conocí primero a Darío y él me presentó a Eva. Eva había sido novia del actor veterano de la compañía y Sangüesa la había fichado, entre otras cosas, por lo bien que cantaba. Ella solía bromear diciendo que la contrataban porque era alta y yo no entendí la broma hasta el día en que trajeron la escenografía para que aprendiéramos a montarla. Darío era el actor fetiche de Sangüesa, los dos creían que el otro era un genio y les iba bastante bien así. Darío y yo habíamos sido muy amigos hasta que un día, en que me invitó a quedarme a dormir en su casa, me intentó meter mano. “¿No eras gay?”, le pregunté yo. Entonces él dijo –mientras me apartaba el pelo de la cara- que lo que a él le interesaba era la belleza, independientemente del sexo, y que, además, nunca había conseguido ser penetrado, a pesar de sus esfuerzos. Me fui. Desde entonces nuestra relación se había enfriado un poco. No hablábamos del tema pero siempre que podía, Darío se burlaba de mi “mojigatería” en público. Yo me hacía una ligera idea de cómo interpretaba Darío lo que había pasado. La mejor herencia de mi relación con Darío era Eva.

-¿Puedes hablar? –me preguntó Sangüesa.

Para hacer de anciano tenía que poner la voz grave y, además, añadir un acento presuntamente persa. Supongo que la estampa era ridícula y, sobre todo, que ni la barba ni la impostación de la voz ocultaban que era una chica de veinte años. Todo mi texto estaba en verso y rimado. En realidad eran ripios que aún no he podido olvidar pero que me costaba mucho decir. Se parecían más a trabalenguas que a versos de rapsoda. Puse la voz grave y aunque el pegamento me tiraba dije el principio de mi parlamento.

-Tengo la sensación de que se me va a caer, pero supongo que es sólo la sensación –dije, respondiendo a Sangüesa.

El espectáculo pretendía entrar en las campañas de fomento a la lectura al contar la historia de una chica que salva su vida gracias a los cuentos que conoce. Sospecho que Sangüesa no había leído Las mil y una noches. Cada dos o tres parlamentos se introducía una canción. Las letras eran algo mejores que mis versos y Eva cantaba muy bien. Había canciones pseudorientales, un ska, melodías pop, una canción popular transformada y un himno final en el que enseñábamos una especie de danza de los siete velos al público.

Además de Eva y Luis, había otros dos actores en el espectáculo: Ángel, que era muy guapo y llevaba tatuado en el tobillo lo que él llamaba “el símbolo del viajero”, y Héctor Lomas, al que todos llamaban por el apellido para no confundirlo con Sangüesa. Como ensayábamos todo el día, comíamos en un bar que había cerca de la sala de ensayos de Producciones del Astrolabio. Darío siempre estaba muy a favor de todo lo que decía o proponía Sangüesa y Lomas, siempre en contra. Ángel nos hablaba de sus viajes por Europa y de sus trabajos: vivió en París y fue alumno de Lecoq, había estado en Londres y había sido modelo de pasarela en Milán; dejó la pasarela y volvió a Zaragoza y empezó a trabajar en un bar de copas australiano mientras esperaba que le saliera algo. Ángel tenía moto y a mí siempre me han gustado los chicos con moto.

-Vamos a hacer un pase –dijo Sangüesa- A ver si lo hacemos de tirón.

-¿Con la barba? –pregunté yo.

-Ya que la llevas –concluyó Sangüesa.

Sangüesa discutía con Lomas casi todo el tiempo, porque Lomas decía lo que pensaba y Sangüesa no le caía demasiado bien. Además Lomas era el que más experiencia tenía en espectáculos de animación infantil y el que estábamos preparando le parecía una mierda. Me lo dijo uno de los días que volvíamos a Zaragoza en el autobús de Utebo. “No le veo el sentido a todo esto” dijo, para ser más exactos, “Le falta movimiento, le falta acción. Los críos necesitan moverse, correr… No sé”. Supongo que tenía razón, aunque yo no lo sabía.

Lomas no tenía ningún problema en decírselo a Sangüesa, que intentaba ponerlo en ridículo siempre que podía.

-Vamos a ver, Lomas –dijo Sangüesa interrumpiendo el pase-, en general, si el texto está bien escrito, una frase equivale a una idea –decía Sangüesa sentado en su butaca, sin saber que este no era el caso-. Una frase, una idea. Si intentas hacerlo todo a la vez, lo que pasa es que no se entiende nada, te aturullas y sólo nos llega confusión.

El guión del espectáculo ocupaba unos veinte folios, porque incluía también la letra de las canciones, en los que no había ni acentos ni comas. Sangüesa no creía que la puntuación influyera en el significado.

-Simbad, yo creo que estos chicos –dijo Lomas dirigiéndose a un público invisible- podrían ayudarnos si les enseñamos el saludo de los marineros -Lomas repitió su parlamento de nuevo, intentando hacer caso a las indicaciones de Sangüesa.

-Por ahí va mejor –le felicitó Sangüesa.

El número de actores estaba limitado por el número de plazas de la furgoneta azul celeste en la que se leía en letras blancas Producciones del Astrolabio: seis. Al principio no sabíamos quién iría a Lisboa, si Lomas o Ángel, o los dos. Yo quería que vinieran los dos. Pero si tenía que elegir, prefería que fuera Ángel porque pensaba que si Lomas y Sangüesa viajaban doce horas en una furgoneta, alguno de los dos acabaría muerto. Y porque esperaba que, si Ángel venía a Lisboa, acabaríamos besándonos en la playa, o quedándonos solos por la noche, bebidos, en algún bar y me besaría repentinamente en el ascensor para romper la tensión sexual no resuelta en su habitación. Me alegré mucho de que Ángel no estuviera esa tarde en la que yo llevaba una barba pegada en la cara: se había ido antes de que me enseñaran a ponérmela. No se había probado su vestuario pero vendría a Lisboa con los demás. También de las dimensiones de la furgoneta dependía el tamaño de la escenografía. Habían mandado construir, además del libro gigante, una cama, también gigante, en la que Sherezade contaba sus historias. La cama iba dentro de una estructura de la que colgaban telas de tul. Además se sacaban muñecos de aglomerado, que movían los animadores, y una cueva que acompañaban el relato de Alí Baba y los cuarenta ladrones. No faltaba ni uno de los ladrones. Por supuesto había una barca para Simbad y los animadores movían unas telas azules que hacían de mar. Al parecer, para que todo eso entrara en la furgoneta había que seguir escrupulosamente un orden concreto, era como jugar al tetris pero con piezas de verdad y pesadas. El pase había acabado. Íbamos a ponernos a cargar la furgoneta y Sangüesa recibió una llamada.

-Va a ir –dijo Sangüesa, y yo no sabía de qué hablaba.

-¿Hoy? –preguntó Darío y Sangüesa movió la cabeza-. ¡Es genial!

Me costó un par de segundos entender de qué hablaban: Producciones del Astrolabio había estrenado esa semana su último espectáculo de sala –lo llamaban así para no confundirlo con los de animación- en Zaragoza. El que iba a ir era el crítico de teatro de un periódico. No nos había dado tiempo ni de abrir la furgoneta. De pronto todo se había congelado, como si el tiempo se hubiera detenido porque un crítico de teatro iba a ver la función de esa tarde. En realidad, nosotros estábamos esperando que alguien nos dijera en qué orden se metían todas esas tablas, altavoces, vestuario y todo lo demás en la furgoneta.

-Vamos a parar un rato –preguntó Sangüesa.

-Como quieras –dijo Darío.

-Nosotros podemos cargar la furgoneta mientras –dije yo, ingenuamente.

-Hombre –dijo Sangüesa-, también podéis venir al teatro. La función no dura más de hora y cuarto. A las once estamos aquí. Nos da tiempo de hacer otro pase y cargar la furgoneta.

-¿Me quito la barba? –pregunté yo y salí hacia el baño cuando Sangüesa asintió. Me miré en el espejo y tiré de la barba hasta arrancarla. Me escoció un poco. Tenía la cara llena de restos de pegamento que sólo se iban con alcohol, según me dijo el actor veterano. Eché alcohol en un algodón y me froté la barbilla con él. Eso escocía más.

-Yo ya he visto el espectáculo–dijo Lomas cuando volví con mi ropa y sin barba.

Todos lo habíamos visto el día del estreno y le habíamos dado la enhorabuena a Sangüesa y a los actores, aunque yo no había entendido bien de qué iba. Era una dramatización de algunas de las fábulas de Monterroso y a pesar de que los actores estaban muy bien no se sabía qué te querían contar. El espectáculo empezaba con una proyección de la cara de uno de los actores.

-Hoy es un mal día para que vaya el crítico, es jueves. La gente no va al teatro los jueves. La sala estará vacía, nadie se reirá y eso puede influir en la opinión del crítico –era Sangüesa quien hablaba y aunque intentaba convencernos para que fuéramos con él al teatro, era como si hablara para sí mismo, diciéndose que no era una locura sacarnos de un ensayo para que hiciéramos de claque, aunque faltaran dos días para el estreno.

-Bueno, ¿vamos? –dijo, por fin Sangüesa. No era una pregunta, era una afirmación porque ya había empezado a andar hacia su coche-. Por supuesto, estáis invitados -añadió mientras abría el coche.

A la una de la mañana seguíamos en el bar más cercano al teatro. Sangüesa hablaba para Darío, los actores y otra gente cercana a la compañía. Todos le miraban como si estuvieran oyendo hablar a Peter Brook.

-“No me ha emocionado” ha dicho el tipo –decía Sangüesa-. ¡Y yo qué culpa tengo si ese tío sabe de teatro lo que yo de cambiar bujías! –el coro de Sangüesa estalló en risas.

Eva, Lomas y yo estábamos un poco apartados. Había dejado de importarnos si al crítico le había gustado o no la función, si había más o menos público o si la gente estaba entregada. Sólo pensábamos en la carga que nos esperaba en una nave de Utebo. Eva no se atrevía a decir nada porque en la compañía no estaba demasiado bien vista desde la ruptura con el actor veterano. Lomas agitaba la cabeza y de vez en cuando decía “Esto es alucinante” o “Yo no pienso pagar esto”, refiriéndose al bocadillo y a la cocacola que habíamos tomado. Yo sólo pensaba que era muy tarde y que lo último que quería era una pelea entre Lomas y Sangüesa que cada vez era más probable. Así que le hice un gesto a Darío y él asintió con la cabeza.

-Héctor, no quiero romper este momento, pero, ¿te acuerdas de que mañana nos vamos a Lisboa y hay que cargar una furgoneta?

Mi señal había surtido efecto: Sangüesa reaccionó y se despidió de todos, luego nos miró y nos dijo “nos vamos”. De camino a la nave, en el coche de Sangüesa, me quedé dormida con la cabeza apoyada en el huesudo hombro de Lomas, mientras en la parte delantera Sangüesa y Darío analizaban los grandes males del teatro aragonés, cuya única solución eran ellos, por supuesto. Me desperté sobresaltada, como sorprendida de haberme quedado dormida en un trayecto tan corto. Darío encendió las luces de la nave.

-¿Vamos a hacer un pase? –preguntó Darío y yo suspiré por que la respuesta fuera no.

-Sí –dijo Sangüesa y ante nuestras caras de asombro y mi bostezo, rectificó-. Aunque sólo sea por encima.

Hicimos un pase de texto, a la italiana, y nos saltamos las canciones. No hubo interrupciones. Lomas tenía mucho más aguante de lo que yo creía y Sangüesa era más humano de lo que parecía. Todos estábamos cansados y teníamos sueño. Sólo Darío sabía cómo había que cargar la furgoneta y le encantaba mandar.

-Llevas una mancha negra aquí –me dijo Eva señalándome la barbilla.

-Será el puto mastic –dije yo antes de oír cómo se cerraba la puerta de la furgoneta. Habíamos acabado. Me puse la chaqueta y me colgué el bolso. Salí a la calle a fumarme un cigarro antes de que Sangüesa se ofreciera a llevarnos a casa. Al día siguiente nos íbamos a Lisboa y aún no me había preparado la maleta.

 

*Este cuento aparece en la antología Narradores I que ha preparado el Centro del libro de Aragón.

7 comments

  1. La cantante calva

    Arrrggg, ¿Pero cómo has podido colgar esto? Jajajaja…
    Que bien lo pasemos, y tú que lo cuentes.
    Muchos besicos, llaverico.

  2. polli

    Parece que esto de la narración definitivamente no es lo tuyo, pero siempre puedes decir a algun critico del Fachaldo de Zaragon que diga lo contario y alla que va aloma a seguir con su farsica barata. Podría ofrecerte una críticA CONSTRUCTIVA PERO no me apetece.

  3. Max Estrella

    Hombre, como anécdota está bien, pero de relato no tiene nada. No hay trascendencia biográfica, no hay estilo, no hay subtexto ni iceberg, ni siquiera hay una narración demasiado clara más allá de lo puramente testimonial.

    En fin, parece más un “Gracias a que soy hija de, publico”.

  4. unescritorsintalentoentreotrascosas

    Sí, o sea no, no es un cuento.
    He hecho un experiemrnto. Les he dado a leer este texto a gentes que saben de qué va el suceso de que se habla y a gentes que no. Sólo los que saben de qué va acaban de leerlo.
    la realidad no basta
    para hacer literatura nunca ha bastado

  5. unescritorsintalentoentreotrascosas

    lo anterior es un consejo que no mereces, la verdad.

  6. David

    He hecho un experimento. Les he dado a leer estos comentarios a gentes que saben de qué va el suceso del que se habla y a gentes que no. Todos han coincidido. No tenéis cerebro.

    Un beso Aloma.

  7. unescritorsintalentoentreotrascosas

    TIENES TODA LA RAZÓN. ERES UN GENIO. SIGUE ASÍ.

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