Crisis

Hacía casi dos años que mi amiga francesa no venía por aquí. Y la verdad es que no hemos habado mucho durante ese tiempo. Habían organizado una cena en Casetas para reunirnos todos los que fuimos más o menos amigos hace cuatro o cinco años.  Fui. Dudé hasta el último minuto, pero como mi amiga Ana me dio plantón porque estaba enferma, fui. Íbamos en dos coches. Llevamos pizzas, tortilla de patata precocinada, rosca de jamón, empanadas y un roscón de Reyes. Me alegré de que estuviera el chico de la cara desencajada, que no me creyó cuando le dije que el gato de la casa se llamaba como él. Nunca miento, le dije.

Todos los que estábamos allí éramos actores o habíamos querido serlo o lo habíamos intentado o lo seguíamos intentando. Casi todos tenían proyectos y eran más o menos felices. Me preguntaron si seguía trabajando en el bar. Durante unos quince segundos, que a mí me parecieron treinta años, la conversación se limitó a una demostración de los sonidos que eran capaces de imitar con la boca. Dije que la conversación era muy interesante. Les hizo gracia.

Volvimos a casa. El conductor y yo somos casi vecinos. En la rotonda de la puerta del Carmen, le confesé que tenía la sensación de haber perdido el tiempo; que todos los demás habían tomado una decisión y habían ido a por ello. Que no era capaz de focalizar. Bienvenida al club, me dijo. Decidimos que debía de ser un poco cosa de la edad, aunque nos llevemos cinco años. Metimos el coche en el garaje y nos despedimos en la esquina de Goya con Fueros de Aragón.

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