El dedo en resorte

Hace unos meses mi madre se empezó a quejar de que le dolía el pulgar derecho. Luego, prácticamente de un día para otro, ya no podía doblarlo. Era como si se le enganchara. Después perdió la fuerza y su pulgar derecho dejó de ser oponible. Le decíamos que ya estaba más cerca de muchos primates. Ella, como es médico, respondía que lo que le pasaba era “el dedo en resorte; algo que suele sucederle a mujeres en la década de los cuarenta o los cincuenta años, amas de casa, de profesiones sanitarias, mecanógrafas o conductoras”. Ella sola reúne todas esas características -menos la de estar en la década de los cuarenta. “Esto se opera”, dijo. Vio un vídeo de la operación que le iban a hacer en youtube. “Lo hacen con una aguja, es como si quitaran las ternillas. Pero da bastante asco verlo”. Así que el martes tenía cita con el doctor Lasierra para que la operara. A mi madre no le dio miedo que el médico que tenía que hacerle una delicada operación de la que dependía que pudiera encender un mechero con autonomía se apellidara Lasierra.

Quedamos en la puerta del Clínico con tiempo para fumar a una distancia razonable de la puerta. Fuimos de consultas externas al hospital y, por fin, encontramos a Lasierra. Era alto, creo, y amable. Nos pidió que esperásemos en una salita con sillas de plástico. Mi madre se quitó los anillos y me los dio para que los guardara. Me acordé de que en una de nuestras últimas visitas a Galicia mi madre perdió un anillo de lapislázuli que le había regalado Julio Alejandro. Al parecer se lo quitó para fregar y lo dejó encima de la mesa, y el anillo acabó en la basura. Cuando se dio cuenta, la bolsa ya había ido a parar al contenedor. Mi abuelo, fue una de las últimas veces que lo vimos, empezó a sacar bolsas del contenedor y a abrirlas y extender la basura en busca del anillo. Mi padre lo ayudaba y mi hermano miraba con extrañeza y ternura.

Me puse todos los anillos de mi madre en un dedo: el de casada, uno muy parecido al que había perdido en Galicia y uno de con una salamandra que le regalamos cuando se empeñó en que quería tener lagartos en casa. Esperamos un rato. El doctor Lasierra volvió a por ella y me dijo que sería muy rápido. Mientras mi madre salía se me ocurrió una broma: la llamé para enseñarle mi pulgar levantado. Pero con las prisas, al doblar la mano hice saltar los tres anillos de mi madre. Los más pesados, el de la salamandra y el que recordaba al desaparecido, los encontré enseguida. Faltaba el de casada. Me levanté y sacudí mi jersey, a lo mejor se había quedado enganchado. No cayó. Me lo quité y nada. Me agaché y empecé a palpar el suelo de la sala de espera. No me lo podía creer. Había perdido el anillo de casada de mi madre. Se iba a enfadar conmigo y, lo que sería peor, todo podía acabar en una discusión entre mis padres: mi madre le reprocharía a mi padre que él nunca lo llevaba, podía montar uno de sus espectáculos de celos fingidos, o podía ser algo grave. Y todo por mi torpeza. No había rastro del anillo. Agité mi abrigo, el gorro de mi madre y palpé las sillas. Sonó el móvil, y al ir a sacarlo de mi bolso, el anillo cayó al suelo: se había quedado enganchado en uno de los ribetes de mi bolso.

Un rato después salió mi madre con la mano amarilla por el betadine y una venda. Casi me había olvidado de la operación. Me dijo que tendría que liarle yo el cigarrillo.

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