Tambores y bombos

Destinaron a mi madre a Urrea de Gaén en el año 91. Lo recuerdo porque mientras mis padres hacían la mudanza, yo tuve un accidente con un coche de feria en Ejulve, el pueblo de mis abuelos, en el que estuve a punto de morir. Me salvaron la vida en Alcañiz. Sé que fue en el año 91 porque a mi hermano Diego le faltaba un mes para cumplir un año. Me dieron el alta unos días antes de su cumpleaños.

Yo no sabía nada de Urrea de Gaén, excepto que estaba a una hora de Zaragoza –nos parecía lejísimos- y mi padre nos dijo que era la tierra de Pedro Laín Entralgo. Urrea de Gaén está entre Híjar y Albalate, en el Bajo Aragón. Allí, por primera vez, mi hermano mayor y yo compartimos aula. Mi padre jugaba a fútbol y empezó a entrenar a los chicos del colegio y a acompañarlos a los partidos contra los pueblos de alrededor. Nos hablaba de la iglesia de planta octogonal del pueblo y nos contaba que el general Cabañero había nacido en Urrea. Mi hermano tenía amigos y yo iba con chicas mayores que yo, porque no había ninguna de mi edad. Como mi hermano y yo éramos hijos de la médico, nos librábamos de la reprimenda en el colegio por no ir a misa los domingos. Iba todo el mundo y los niños debían sentarse en los primeros bancos, según la profesora, a la izquierda, los niños y a la derecha, las niñas.

En primavera todo el mundo empezó a hablar de “la rompida de hora” y yo imaginaba que se juntaban en una plaza y tiraban relojes. No entendía cómo se podía romper el tiempo y me acordaba de ‘Regreso al futuro’ y de las paradojas espacio-temporales de las que hablaban Marty McFly y Doc. Pero la rompida de hora era otra cosa: todo el mundo llevaba túnicas de raso negro y un tambor o un bombo. Todos  acudían a la plaza de la iglesia y a las cuatro de la tarde en punto empezaban a tocar: rompían a tocar (es la única explicación que encontré al extraño nombre). Durante tres días tocaban el tambor sin parar y luego el silencio y el ruido de la vida cotidiana volvían a instalarse. Hasta Urrea de Gaén la semana santa me daba miedo, veía los pasos desde la ventana de la casa de mis abuelos y me parecía oscuro y triste. En cambio, en Urrea tenía algo luminoso y vivo, había algo festivo, de celebración, que era completamente nuevo para mí.

Mi madre se emocionaba con el ruido de los tambores. La segunda rompida de la hora, mi madre estaba embarazada de mi hermano Jorge. Alguien me dejó una túnica negra y probé con el tambor: allí descubrí mi incapacidad para seguir el ritmo. Yo temía que el ruido atronador de los tambores y bombos asustara al bebé que crecía en la tripa de mi madre. Muchos años después, descubrí los tambores y bombos en las películas de Luis Buñuel y entendí la fascinación por lo atávico.

*Bañera publicada el domingo 24 de marzo de 2013 en Heraldo domingo.

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