Sillón B

Un sábado, cuando todavía vivía en casa de mis padres, me despertó el teléfono. El número que aparecía en mi pantalla tenía muchas cifras y me asusté. Respondí y reconocí al instante la voz que me hablaba al otro lado: era Aurora Egido. Hacía unas semanas que había terminado el periodo docente del doctorado. Me planteaba encerrarme en una biblioteca y dedicarme a la filología y, entre otros, había ido a hablar con ella. En menos de media hora estaba delante de la puerta de su despacho.

Antes de esa mañana, solo la había visto fuera de clase un par de veces: cuando había ido a charlar con ella y una vez que nos encontramos en un estreno en el Teatro Principal. No hace falta que diga que la admiraba. Iba a sus clases de literatura española del siglo XVII, a pesar de que me correspondía otro turno. El último examen de la carrera que hice fue de su otra asignatura: literatura española del XVI. Gracias a ella, descubrí y disfruté El libro de la vida, de Teresa de Ahumada. Me gustaba todo lo que sabía, y cómo, de vez en cuando, aparecía un fino sentido del humor entre la seriedad habitual. Me gustaba que hablara de literatura actual antes de viajar al siglo de oro como para romper el hielo y que nos tratara como a adultos. La veía cruzar la plaza San Francisco al final del día y me preguntaba dónde iría, qué leería, cómo sería su biblioteca.

Cuando llamé a la puerta de su despacho estaba muerta de miedo y timidez. Me invitó a sentarme y todo el tiempo nos llamamos de usted. Había preparado un borrador con notas sobre el tema en el que me ofrecía investigar: un tema poco atractivo, confesó, pero que me permitiría aprender la mecánica de trabajo y entrar en su grupo de investigación sobre Baltasar Gracián. Yo miraba los papeles y me abrumaba la idea de que Aurora Egido hubiera dedicado su tiempo en mí. Hablamos durante media hora. Le dije que no lo tenía muy claro y que en unos meses iba a publicar mi primer libro. Esperaba despertar algo de orgullo en ella. Me dio la enhorabuena y me dijo que lo pensara bien, que tenía que estar decidida porque el trabajo era duro, poco grato y mucho menos atractivo que la idea de convertirse en escritor.

No hice el doctorado y, aunque no me arrepiento, no sé si tomé la decisión correcta. Nos encontramos una vez más: en la presentación de Dientes de leche, de Ignacio Martínez de Pisón. Me dijo que le hacía ilusión tener los libros de sus exalumnos y le regalé un ejemplar de mi primera novela. No la he vuelto a ver. Su elección como académica me alegró mucho, como si ganara mi equipo jugando bien. Me sentí secretamente conectada con ella, que seguramente no sepa que me empujó a ser escritora un poco antes de que yo me lo creyera del todo. 

*Bañera publicada el domingo 2 de junio de 2013 en Heraldo domingo.

**La foto está tomada de aquí.

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