Picaraza

Era una estampa de familia feliz: la niña se tiraba al agua y trataba de llegar más lejos en cada salto, el padre respondía con sonoras carcajadas, la madre abrazaba al bebé que se sentía feliz en el agua y no paraba de chapotear. El padre siempre dejaba las gafas en una silla junto a la piscina, la madre se zambullía con gafas de agua para no perder las lentillas. Era la casa en la que ella había pasado todos los veranos de su infancia. Y no había vuelto desde que dejó de irse de vacaciones con sus padres. Fue su madre la que le sugirió que pasaran allí unos días: ella se encargaba de pagar a los que cuidaban el jardín y la piscina. También se ocupaba de la limpieza, el calendario y el alquiler, que se repartía entre los familiares, una vez descontados los gastos de mantenimiento. Su madre era la hermana más pequeña y la gestión había recaído sobre ella de manera casi natural. Familias en verano y grupos que organizaban fiestas eran los inquilinos más habituales. Para las familias había una tarifa más baja, a los grupos la madre les pedía un depósito y hacía que guardasen los cuadros en el estudio que se cerraba con llave. El caballete de su abuelo estaba en una esquina. Era una especie de homenaje. Los cuadros llenaban las paredes y el suelo del estudio. Recordaba haberlo acompañado mientras pintaba algunos de esos lienzos. Vio uno de los retratos que le había hecho. Lo miró tratando de buscar parecidos con sus hijos.

La casa era enorme, demasiado grande para ellos cuatro. Todo estaba pensado para muchos: la vajilla, las mesas, los sofás, las habitaciones. En el primer recorrido por la casa, reconoció la cuna en la que había visto dormir a sus hermanos y primos más pequeños. A veces, ponían a dos bebés a la vez. Había fotos que lo demostraban. Recordaba cuando hicieron las fotos, pero no si llegó a verlas reveladas. Entonces no le parecía peligroso. Ahora, al recordarlo, le parecía una temeridad. Ocuparon la habitación de las tres camas, que seguía llamándose así a pesar de que hacía años que solo había dos camas. Su marido bromeó con que nunca hubieran estado en esa casa. No hacía falta que me ocultaras que tenías una casa así, no te quiero por tu dinero, dijo. Ella no respondió. El bebé todavía dormía con ellos. La primera noche, la niña pidió dormir en la cama grande con su madre y el bebé. El padre quedó expulsado de la cama de matrimonio y ocupó la cama pequeña.

Veía ahora por primera vez la cocina reformada. No sintió nada de nostalgia de la vieja cocina que parecía de juguete. Recordaba la caldera: siempre comprobaban que tuviera llama antes de ducharse. Sí recordaba la reforma de la que salieron los dos baños. El diseño final fue consensuado tras arduos debates en sobremesas interminables entre sus tíos, su madre y algún primo que siempre creía estar un poco más cerca de la verdad. Su abuela, dueña de la casa, solo pidió que hubiera un plato de ducha sin escalón.

La piscina no siempre había estado ahí. Había sido un viejo empeño de su abuelo. Se bañó en ella con todos sus nietos. Su abuelo no era un gran nadador, pero le ponía mucho entusiasmo. Ahora todo el mundo apuntaba a sus hijos a natación desde bebés. Se llamaba matronatación y ellos también habían sucumbido a esa moda. Por eso ahora la niña saltaba sin miedo y nadaba hasta su padre con un par de corchos en el culo. El bebé también iba a matronatación. Por eso no le asustaba la piscina. La niña había dejado a su bebé, un muñeco con el cuerpo de tela rosa y un ojo roto, al borde de la piscina. Lo llevaba a todas partes atado al pecho, como su madre llevaba al bebé. Tenía el ojo izquierdo roto, lo que le daba un aire siniestro al muñeco. Cada poco tiempo, la niña cambiaba de nombre al bebé: le ponía el de su hermano, el de otros bebés que conocía en el parque o el de personajes de ficción. Durante casi veinte días fue bebé Íñigo Montoya.

Tuvieron que convencer a la niña para salir del agua. Tenía los labios amoratados y tiritaba. El padre extendió una toalla, envolvió a los niños en otras y los sentó en sus piernas. Ella hizo quince largos a crol y cinco a espalda. Luego cruzó la piscina buceando. Estaba de pie en mitad de la piscina. Un avión surcaba el cielo. Lo había oído primero la niña, había gritado un avión, mamá, y ahora estaban los tres mirando hacia arriba. Había una picaraza en el poste de la luz. Ella tuvo la sensación de que sus miradas se cruzaron un segundo antes de que el pájaro emprendiera el vuelo. Cuando llegó a la escalerilla para salir, ya había espantado la idea de que había sido un mal presagio.

*Cuento de verano publicado en Heraldo de Aragón el 22 de agosto de 2017.

Hacer lectores

Hay algunos premios que sientan como una victoria de los buenos, como cuando gana tu equipo. Me ha pasado con el premio a la Trayectoria Profesional en el sector del libro a Luis Felipe Alegre, director de El Silbo Vulnerado, la compañía que fundó a principios de los años 70 en Zaragoza y con la que ha recorrido medio mundo con espectáculos que mezclan teatro, poesía, declamación y canto. Además, es el encargado de llenar el parque de las Delicias de literatura y música en las Noches de Juglares cada primavera.

Luis Felipe forma parte de mi vida desde que tengo recuerdo: cuando era niña inventó la palabra verdadoso para llevarme la contraria y le canto a mis hijos canciones que me enseñó. Él también se acuerda de mi infancia: hace unos años me contó que durante una cena en mi casa mi hermano mayor y yo estuvimos todo el tiempo dándole patadas en la espinilla. Luis Felipe entra y sale de mi vida de una manera guadianesca. Trabajé con él en 2010, en el centenario del nacimiento de Miguel Hernández, autor del verso que da nombre a su compañía. Las jornadas de trabajo empezaban siempre en un bar equidistante de su casa y la mía en el que leíamos el periódico. Recorrimos pueblos, bibliotecas y ciudades de Aragón con un espectáculo en el que el escenario estaba desnudo y se llenaba con los versos del poeta de Orihuela en la voz de Luis Felipe y en la de Carmen Orte. Viajamos a Cuba (La Habana y Cienfuegos) y Argentina (Buenos Aires, Mar de Plata y Jujuy). Me habría gustado no estar tan paralizada por temor a estropearlo y haberme atrevido a hacerle más preguntas, a saberlo todo. Le acompañaba a todas partes y él me preguntaba si era novelable, como si estar a su lado no fuera ya una lección.

Me impresionó verlo recitar a González Tuñón (“Para que bebamos la rubia cervez del viejo pescador Schiltigheim”) en Buenos Aires o cantar a Quevedo (“Érase un hombre a una nariz pegado”) en Cienfuegos. Pero sobre todo me impresionó hacerse con un auditorio lleno de adolescentes en un instituto zaragozano y metérselos en el bolsillo frente a todo pronóstico a golpe de verso. El premio se lo han dado por eso, por hacer lectores.

*Columna publicada el domingo 24 de junio de 2017 en Heraldo domingo.

**La foto de Luis Felipe Alegre es de Vicente Almazán y está tomada de aquí.

Rosalía

Hasta hace poco Rosalía era para mí Rosalía de Castro, la poeta gallega que escribía en castellano y en gallego en el siglo XIX, una escritora fundamental de la literatura española. Pero desde hace unos meses, hay que desambiguar: Rosalía es también una cantaora catalana de 23 años que ha publicado un disco de una belleza sobrecogedora, ‘Los Ángeles’, con Raül Fernández, Refree (que, además de tener una interesante trayectoria como músico, ha colaborado con Kiko Veneno, Christina Rosenvinge, Rocío Márquez o Niño de Elche). Rosalía, la cantante, descubrió el flamenco en la voz de Camarón, que salía de un coche en el parque. En su casa sonaban Supertramp, Queen, Springsteen y Bob Dylan. A los 9 años Rosalía les pidió a sus padres que la apuntaran a clases de música: no hay músicos en su familia. Cuando Pepe Habichuela la escuchó dijo que cantaba como una vieja. Rosalía lleva actuando diez años, a dúo con Juan Gómez “Chicuelo”, en la banda que acompaña a la cantaora de flamenco Rocío Márquez, como cantaora solista en un espectáculo de La Fura del Baus, en una colaboración con el rapero C. Tangana; y ya ha recorrido medio mundo: Nueva York, Los Angeles, Panamá y Singapur, además de salas españolas.

Rosalía y Refree tuvieron un flechazo musical: cuando se conocieron estaban escuchando lo mismo y empezaron a quedar para escuchar discos. Después un día tocaron juntos “I See A Darkness”, de Bonnie Prince Billy y “fue como si se hubiese parado el tiempo”, explicó Refree. “Cuando acabamos nos quedamos los dos callados”, contó Rosalía. Se dieron cuenta de que tenían que tocar juntos. Y se pusieron a trabajar. El resultado es ‘Los Ángeles’: la unión de un músico más bien experimental y una cantante que lleva formándose y estudiando desde los 16 años (su maestro es Chiqui de la Línea), que entiende la música como emoción, es uno de los encuentros más felices para la música española. El disco, por cierto, se cierra con una versión de ese primer tema que tocaron juntos. La magia suena y casi puede verse.

*Columna publicada el domingo 10 de junio de 2017 en Heraldo domingo.

**La foto es de Noah Pharrell y se publicó en El País.

Blanco y negro

Cada semana hay una o varias polémicas en Twitter, a las que es fácil entrar si se tiene ganas de discutir. Sobre muchos de los temas de conversación en las redes sociales no tengo nada que decir, a veces ni sé de qué están hablando: es lo bueno de no tener televisión. No lo hago por elitismo: soy más bien como una adicta a la procrastinación que trata de rehabilitarse y va eliminando algunas de las tentaciones. Observo las conversaciones desde la tranquilidad de no tener una opinión sobre el ganador de Eurovisión, o del propio festival.

Esta semana, por ejemplo, además del atentado de Manchester, las primarias del PSOE y los memes de Melania evitando darle la mano a su marido, Donald Trump –esa mina para Twitter, una caricatura de sí mismo–, se ha hablado de unos hoteles a los que los niños no pueden entrar. En seguida, como sucede en las discusiones en redes, se formaron dos equipos: los que decían que era una forma de discriminación y los que decían que los niños son unos maleducados por culpa de los padres. Iba a entrar en la conversación con el espíritu de la madre del novio de ‘Bodas de sangre’ (“Dos bandos. Aquí hay dos bandos. Mi familia y la tuya.”) cuando vi que ya llegaba tarde: otros habían respondido ya y había réplicas a las réplicas, a las contrarréplicas y a las recontrarréplicas. Algo me empujaba al enfado y a la defensa vehemente de una posición. Como cuando hace un par de semanas una chica pedía que la conciliación fuera también para los que no tenían hijos y me descubrí ofendida, como si esa chica estuviera diciendo que los que tienen hijos no deberían conciliar. A veces, las cosas solo quieren decir lo que dicen, aunque sea en un medio que propicia la disputa más que a la conversación y donde los linchamientos son frecuentes (de eso habla el ensayo ‘Arden las redes’, de Juan Soto Ivars, publicado en Debate).

Afortunadamente, la vida no se dibuja a base de decisiones cruciales, de elegir entre dos candidatos nefastos, por ejemplo, o decantarse por el mal menor. La vida se va haciendo con los matices. Hay una amplia gama de grises entre el blanco y el negro donde sucede lo impredecible.

*Columna publicada el domingo 28 de mayo de 2017 en Heraldo domingo.

La farsa que se quedó corta

En el año 2003 vi por primera vez un espectáculo de Els Joglars en el Teatro Principal de Zaragoza. Era ‘Ubú President o los últimos días de Pompeya’, inspirada en ‘Ubú Rey’, de Alfred Jarry, y continuación de ‘Operación Ubú’, la pieza que Boadella y su compañía estrenaron en 1981, seis meses después de la llegada de Jordi Pujol a la Generalitat. Els Joglars volvían cada año a mi ciudad y yo acudía en cada ocasión con mi madre, como la primera vez, y así se convirtió en un ritual. Juntas disfrutamos de ‘El retablo de las maravillas’, ‘En un lugar de Manhattan’ o ‘La cena’. Aquella primera vez quedé para siempre convencida del extraordinario talento de la compañía, caí rendida de admiración ante las interpretaciones de Ramon Fontserè y Pilar Sáez, y admiré la extraordinaria puesta en escena. Además estaba el asunto de la sátira: Boadella había montado un espectáculo inteligente, divertido y brillante en lo teatral y a través de la burla señalaba los defectos reales de Jordi Pujol, el honorable, como se le llamaba en la función (excels en la versión en catalán). Boadella se reivindicaba como bufón, como en sus memorias, desde la escena. Después llegó el boicot que sufrió la compañía en los teatros catalanes, el libro ‘Adiós, Cataluña’, y el adiós a la compañía: Boadella lo dejaba y en su lugar se ponía Fontserè.

Ahora se sabe que aquella obra, además de todas las virtudes citadas, tenía también algo de premonitorio, aunque se había quedado corta en sus augurios. Hay indicios de que el clan Pujol-Ferrusola se comportaba como una organización criminal: el primogénito, Jordi Pujol Ferrusola, ahora en prisión sin fianza, ha sacado de España 30 millones de euros durante los dos años en que estuvo en libertad provisional. Marta Ferrusola usaba palabras en clave para ordenar movimientos de sus cuentas en Andorra, ella era “la madre superiora”, según una carta manuscrita de 1995.

La frase de Karl Marx dice que “La historia se repite; primero como tragedia, y después como farsa”. En el caso de los Pujol primero fue la farsa, después la tragedia. Primero la ficción, después se supo la realidad, que dejaba la ficción en un chiste.

*Columna publicada en Heraldo domingo el domingo 14 de mayo de 2017.

**La foto está tomada de aquí.

 

De Alepo a Zaragoza

El fotógrafo de AFP Joseph Eid conoció parte de la historia del coleccionista de coches de Alepo por un reportaje del fotógrafo sirio Karam Al-Masri de enero de 2016. En ese reportaje aparecía bajo un seudónimo: Abou Omar. Un año después, Joseph Eid fue a buscar al lobo blanco, como le llaman en el barrio de Chaar. Mohamed Anis es su nombre real. Solo dejó Alepo durante los dos meses antes de que el ejército sirio retomara el control sobre la ciudad. No fue difícil dar con él, “bastó con preguntar dónde estaba el coleccionista de coches antiguos americanos”, explica Eid en el reportaje. Sus coches están destrozados. Su casa también. Eid le hizo una foto en su dormitorio, ahora en ruinas y lleno de escombros, sentado en la cama, fumando en pipa frente a su gramófono de cuerda. La imagen, que forma parte del reportaje de Eid, dio la vuelta al mundo y se convirtió en símbolo: de la guerra, de la destrucción y de la población civil de una ciudad devastada. En Alepo apenas hay agua. Solo hay luz durante una hora al día. Mohamed Anis le dijo al reportero que sus coches estaban heridos. “Conserva la esperanza de una vida mejor”, escribe Joseph Eid.

Mohamed Anis estudió Medicina en la Universidad de Zaragoza entre 1970 y 1976, como otros jóvenes sirios. “Cualquier familia siria podía permitírselo”, le contó Rajab Al-Ghanem a Pilar Puebla en HERALDO. Rajab sigue viviendo en Zaragoza y recuerda que por entonces, los estudiantes sirios en la ciudad debían de ser unos 500. Recuerda también que el caso de Anis era especial: pertenecía a una familia acomodada, su padre era empresario textil. Su casa de la calle Ricardo del Arco se convirtió en un lugar de peregrinación de los estudiantes sirios, según explicó Abdul Salam Moulhen a Martín Mucha en el periódico El Mundo. Anis no acabó la carrera, volvió a Siria después de una estancia en Italia. Muchos otros sí, algunos se casaron con zaragozanas y algunos todavía trabajan. La vida de Mohamed Anis encierra muchas vidas y la foto tiene algo de final abierto de novela. Pero también es la prueba de que la guerra de Siria no sucede tan lejos como creemos. Hay menos de seis grados de separación.

*Columna publicada el domingo 2 de abril de 2017 en Heraldo domingo.

No creas a tus ojos

Hace tiempo que se sabe que para desarmar una crítica lo mejor no es desmontarla con hechos, sino que basta con sembrar la duda. Lo recordaba Tim Harford en un artículo publicado en ‘Financial Times’ la semana pasada: fueron las compañías de tabaco en EE.UU. las que cuando empezaron a llegar las evidencias científicas de que el tabaco perjudicaba la salud, consiguieron revertir la amenaza. Lo lograron sembrando la duda, “porque la duda es la mejor manera de competir con los hechos”, según se lee un informe interno de 1969 de la compañía de tabaco Brown & Williamson que Harford citaba en su pieza. Mencionaba también diferentes estudios científicos y experimentos de los que se extrae, entre otras, la conclusión de que a la hora de opinar pesa más colocarse del lado correcto de la tribu que descubrir la verdad. La respuesta a la pregunta de Groucho Marx en ‘Sopa de ganso’, “¿A quien va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”, según esto, sería que depende. Si lo que se ve va en contra de creencias arraigadas o de preferencias personales, pesará más lo que refuerza la creencia previa. Así se explica que los periodistas colaboraran con la industria tabacalera: muchos eran fumadores y estaban deseando leer una evidencia científica de que los cigarrillos no eran malos para la salud.

Los intentos de combatir las “fake news” de Trump solo ha servido para que cada parte vea reforzada su posición. Igual que no sirve de nada la repetición hasta la saciedad de una jugada polémica en un Barça – Madrid. Cada cual creerá ver lo que quiere ver. En el caso Trump,  como en el del Brexit, el nacionalismo catalán, el autobús de Hazte oír, Marine Le Pen o la campaña contra las vacunas, al tratar de demostrar la falsedad de los argumentos lo que queda en el lector es una sensación confusión y de que tal vez la idea principal no sea del todo cierta, pero encierra algo de verdad. Lo único que puede facilitar los cambios de opinión, sugiere Harford, es fomentar la curiosidad. Solo las ganas de investigar y de entender cómo es el mundo en el que vivimos pueden derribar las ideas preestablecidas asumidas como verdaderas.

*Columna publicada el 19 de marzo de 2017 en Heraldo domingo.

Un diccionario, una vida

Se cumplen 50 años de la publicación de la primera edición del ‘María Moliner’: la tarea de confección del diccionario le llevó más de 15 años y ella solía decir que el tiempo que le dedicaba a su diccionario se lo quitaba a su familia, y a zurcir calcetines. Zurcir es, según la segunda acepción que da el diccionario, “unir sutilmente una cosa con otra, en sentido material o no material”. María Moliner (Paniza, 1900 – Madrid, 1981) intuía que su diccionario estaba uniendo “sutilmente” unas palabras con otras, unas ideas con otras y otorgaba una herramienta para la descripción y comprensión del mundo.

La Biblioteca Nacional y la editorial Gredos le rindieron homenaje esta semana a Moliner con la presentación de la cuarta edición del diccionario. El año pasado se estrenó una ópera sobre Moliner dirigida por Paco Azorín; hace algunos años Vicky Peña interpretó a la bibliotecaria en la pieza teatral ‘El diccionario’; en 2011 Inmaculada de la Fuente publicó la biografía de María Moliner: ‘El exilio interior: la vida de María Moliner’; y acaba de estrenarse el documental ‘María Moliner. Tendiendo palabras’, de la también aragonesa Vicky Calavia.

La imagen es conocida y tiene diferentes versiones: una mujer (de mayor o menor edad, con o sin gafas, con el pelo ya gris o todavía negro, según la época, pero siempre con moño), una máquina de escribir, montones de papeles, libros o un atril y en la mano, siempre un lápiz dispuesto a corregir, a dar con una definición más precisa. Así trabajaba: buscando palabras y su uso en los periódicos, los libros o en el habla cotidiana. María Moliner, bibliotecaria y víctima de la depuración franquista, había participado de las misiones pedagógicas. Y estaba convencida de que la lectura era un instrumento fundamental para el progreso. Como apunta Inmaculada de la Fuente, quería que cualquier libro llegara a cualquier persona en cualquier lugar. El empeño para dedicar una vida a una tarea tan exigente surgió de un profundo amor del que nos beneficiamos: como señala la escritora y académica de la RAE Carme Riera, María Moliner trabajó para todos nosotros.

*Columna publicada el 5 de marzo de 2017 en Heraldo domingo. La imagen está tomada de aquí.

 

Héroes discretos

Bohumil Hrabal (Brno, 1914 – Praga, 1997) murió al caer desde una ventana del quinto piso de un hospital. Parece que estaba dando de comer a las palomas cuando perdió el equilibrio. Aunque puede que, en realidad, se arrojara al vacío. De eso hace veinte años y sus libros, que tenían un componente autobiográfico, son clásicos de la literatura europea del siglo XX. La taberna praguense que frecuentaba Hrabal, El tigre dorado, es un lugar de peregrinación para los admiradores del escritor.

‘Trenes rigurosamente vigilados’, uno de sus libros más famosos -su adaptación al cine, a cargo de Jirí Menzel, obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1967- acaba de ser reeditada en Seix Barral. La novela transcurre en el año 45, en una estación checa cerca de la frontera entre Alemania y Checoslovaquia. Allí trabaja como aprendiz Milos, protagonista y narrador; un  joven que se reincorpora al servicio después de tres meses de baja tras un intento de suicidio. Milos tiene una sensibilidad especial, eso se descubre desde la primera página del libro, antes incluso de que cuente la historia familiar. A través de su mirada, tierna e inocente, desprejuiciada y sin malicia, se descubre el mundo que alberga la pequeña estación: la relación del jefe de estación con las palomas a las que alimenta, las aventuras sexuales del factor, que producen envidia y admiración en todos, o el secreto de la mujer del jefe de estación para que la carne de conejo sepa más tierna. También desvela los motivos de su intento de suicidio, una historia de amor, una iniciación al sexo y cómo unos sellos pueden convertirse en una herramienta del erotismo (“es la maldición del siglo del erotismo”, dice el jefe de estación). Es una historia sobre la resistencia camuflada entre episodios y anécdotas más o menos simpáticas y llenas de humor, amor, deseo y belleza. Y cuenta también cómo un acto heroico puede cometerse sin la menor épica: si hay una banalidad del mal, también hay una banalidad del bien. La literatura de Hrabal es como sus héroes: sin estridencias pero capaz de cambiar la historia.

*Columna publicada el domingo 19 de febrero de 2017 en Heraldo domingo.

**En la foto, tomada aquí, el escritor checo frente a una jarra de cerveza.

La anomalía cotidiana

El pasado 14 de diciembre se cumplieron 100 años del nacimiento de la escritora estadounidense Shirley Jackson (San Francisco, 1916 – Bennington, 1965, reivindicada desde hace algún tiempo por escritores como Stephen King o Jonathan Lethem como maestra y una de las precursoras del género gótico. Hace unos meses apareció ‘A Rather Haunted Life’, una biografía de la escritora a cargo de Ruth Franklin, para quien “el trabajo de Jackson constituye nada menos que la historia secreta de las mujeres americanas de su época”.

Según Jackson escribió, cuando acudió al hospital tras ponerse de parto del tercero de sus cuatro hijos, le preguntaron en recepción la profesión. Ella respondió “escritora”. La recepcionista dijo: “pongo ama de casa”. Jackson escribía columnas en revistas femeninas sobre la vida familiar y publicó dos libros sobre el tema. Pero donde sacaba a relucir su talento era en los cuentos y novelas de terror cotidiano, o como se llamaron, terror doméstico. Lo que asusta de sus textos no es un misterio o un asesinato, sino la anomalía asumida como cotidiana y normal que se va descubriendo poco a poco, conforme avanza el relato. Es el caso de ‘La Lotería’, uno de sus cuentos más famosos, en el que en un tranquilo pueblo se celebra un rito anual: el sorteo para saber quién de los habitantes será el elegido por el azar para morir apedreado por el resto del pueblo. Y es el caso de ‘Siempre hemos vivido en el castillo’. La novela, que reedita ahora Minúscula y cuya adaptación al cine se estrenará este año, está narrada por Merricat, una de las dos hermanas Blackwood que ha sobrevivido al envenenamiento de la familia.

Shirley Jackson escribió también varios textos sobre el oficio de contar historias. Algunos pueden leerse en el volumen ‘Cuentos escogidos’ (Minúscula, 2015). En “Notas para un joven escritor” escribe: “En el país de los cuentos el escritor es el rey. Él dicta todas las reglas, solo debe cuidarse de no pedir al lector más de lo que este puede conceder razonablemente”. Fue fiel a ese consejo y por eso sus textos son perturbadores países cuyo recuerdo permanece para siempre en el lector.

*Columna publicada el domingo 22 de enero de 2017 en Heraldo domingo.

**La foto está tomada de aquí.