Vuelta a casa

Llego a Zaragoza un lunes con cinco horas de retraso. Mi madre y Sara me esperan en la nueva estación. Sara, es la primera en reconocerme, me dice que tengo pintas de macarra. Yo le digo que he dormido en un tren con dos señoras mexicanas que roncaban y una francesa embazada.

Vamos al parking. Mi madre no se acuerda de dónde ha dejado el coche. Encontrarlo nos lleva menos de quince minutos.

Llegamos a casa. Mis hermanos acaban de terminar una contrarreloj: tienen sed y están sudados. Les doy el monográfico del tour que les compré en la estación. Lo ojean por encima. Me enseñan las bicis nuevas y me retransmiten su última carrera. Diego ya es más alto que yo, le ha cambiado la voz y tiene el pelo más rizado que nunca. Jorge también ha crecido, pero sigue siendo ese donjuán precoz capaz de seducir a quien se proponga sólo con una sonrisa.

Necesito una ducha. No hay agua caliente. Me ducho con agua fría. Sara me espera con una toalla limpia. Me visto y me dice que ya no parezco una macarra.

Le pregunto a mi madre que cuál es mi cepillo de dientes. Ella me responde que ninguno: Jorge los utilizó para limpiar con aguarrás sus pinceles después de pintar su primer lienzo.

Es la hora de cenar. Mi madre ha preparado una de sus famosas ensaladas vanguardistas. Cuando llega mi padre, casi no queda nada. Me da un beso y del bolsillo saca un cepillo de dientes.

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