Terminal

El autobús llega a las dos de la mañana a Barcelona y el avión sale a las seis. Comparto taxi con dos señores, presumiblemente, padre e hijo, que van a Rusia de vacaciones. El taxista dice que la estación es peligrosa de noche porque hay muchos carteristas. Por la ventanilla veo la ciudad y me acuerdo de que a mi padre le robaron el portátil en la estación, de día. El taxi para en la terminal A, el padre y el hijo salen del taxi y pagan la mitad de la carrera.

Llegamos a la terminal B, unos cincuenta metros de trayecto. El taxista baja mi maleta y me dice que el mínimo entre una terminal y otra son doce euros. No me lo creo, peor me da igual. Le pago y hablamos un rato. Me dice que Barcelona es una ciudad muy ”cosmopólitan” pero que él envidia la calidad de vida de Zaragoza. Le deseo buena noche y él, buen viaje.

En la cafetería del aeropuerto no hay café porque están limpiando la máquina. En una mesa dos tipos van por la cuarta botella de vino. Tomo un batido de chocolate y me arrepiento de haberme dejado timar por el taxista. En la mesa de enfrente un chico que parece un Kent articulado me mira absorber el batido. Vuelvo a pensar en el taxista para vencer el sueño. Me doy cuenta de que el tipo sólo me ha cobrado seis euros de más, en lugar de doce. No sé si me ha intentado timar y se ha arrepentido o no sabía sumar o es el timador timado. Pienso que me da igual y empiezo a leer El sembrador de prodigios.

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