Category: Nada es ficción

Curbing my enthusiasm

Sonó el teléfono a una hora demasiado temprana como para ser de alguien que me conociera, el número empezaba por 902: podía ser un trabajo o un marrón. Descolgué y un contestador me dio la bienvenida a no sé qué servicio de Telefónica y me dijo que esperara, me tenderían enseguida. Colgué. Me parecía el colmo: me despertaban, me hacían creer que a lo mejor alguien había leído mi currículum, y que mi envío masivo había servido para algo, y lo que querían era venderme algo y ni siquiera tenían la amabilidad de poner a un humano al otro lado. Insulté a las compañías telefónicas mientras me preparaba el café, desayuné, estuve en Internet, trabajé un poco y me fui a clase de italiano.

Como todos los martes, iba a comer con mi padre. Mi hermano y yo caminábamos por la calle y me sonó el teléfono. El mismo 902 de por la mañana. Miré a mi hermano, que no entendía nada, antes de responder. El contestador. Esta vez dejé que acabara de hablar. Esperé. Por fin, una chica me pregunta si soy Aloma Rodríguez. Le digo que sí y muy seria, casi gritando, le pido que haga el favor de quitarme de esa base de datos en la que estoy, le digo que no voy a contratar ningún servicio y que, encima, me ponen a hablar con máquinas, lo que me parece el colmo de la desfachatez, le digo. Entonces, ella me dice que no quiere venderme nada, solo comprobar mi dirección porque he hecho una compra por Internet y tienen que comprobar la dirección antes de hacer la entrega. Y yo me acuerdo de vestido que compré para la boda de mi primo. Avergonzada, le pido perdón. Luego le digo que sí a todo: calle, número, código postal, y mi hermano se ríe de mí. Mientras ella repite mis datos una vez más para asegurarse –después de resolver la confusión de que en mi edificio solo haya un piso por planta- me doy cuenta de que esa chica –tan amable y comprensiva con mi estupidez- sabe cómo me llamo y dónde vivo, y que debe de estar riéndose de mí muy a gusto. A lo mejor vamos juntas a clase de inglés. Vuelvo a pedirle perdón e intento explicarme. Y ella me dice: “tranquila, no pasa nada”. Cuelgo y mi hermano me dice que me dé prisa, que llegamos tarde y que soy una anormal. Y yo pienso que he hecho un Larry David.

Facebook: la democratización del elitismo

Arcadi Espada escribe un post sobre La red social, la película de David Fincher que cuenta cómo empezó Facebook, que fui a ver el sábado (para huir, claro, de las fiestas y de la gente que había tomado las calles). La película se ve muy bien, los diálogos son muy ingeniosos y me gusta que la trama “judicial” estructure la película. Es una pena el doblaje, esa arragaida tradición española y zaragozana, a pesar de que -y creo que esto es bueno, en parte- cada vez se hace peor y resulta más incómodo ver una película doblada.

Sorkin, el guionista de la película, dice en una entrevista en El país que la película habla de temas universales como la traición, los celos, etc. Y dice que “Internet ha idiotizado y envilecido a su país”.

Escribe Arcadi Espada:

La Red Social, eufemismo

La Red Social, de David Fincher. Buena. Para ser excelente le sobraban veinte minutos; aunque desde Casablanca a todas las películas les sobran veinte minutos. No sé hasta qué punto llega la veracidad de todo lo que cuenta; pero el guionista habrá tenido poco margen para la fiction, dado la trama judicial en que se basa. El probable ejercicio faction es muy llamativo porque la historia está contándose prácticamente en tiempo real. La lengua en la que se cuenta, por cierto, tiene un gran interés. Al principio la chica se queja de que Mark Zuckerberg le está hablando de dos cosas a la vez. En efecto, hay muchas partes del guión que están escritas y dichas en multitasking.

El eje de la trama jurídica es la presunta apropiación de Zuckerberg de la idea original de dos gemelos de Harvard, tan perfectamente analógicos que su forma favorita de navegación es el remo. La película encara este asunto de forma modélica si es que, repito, incluye toda la verdad conocida sobre el caso. Zuckerberg robó? La mejor contestación a la pregunta la da el propio implicado, digiéndose a los gemelos, en un momento de la sesión judicial: «Si vosotros hubiérais creado Facebook habríais creado Facebook» Tan analógicos los remeros, que cuando le encargan a Zuckerberg una web que relacione entre sí a los alumnos de Harvard le regalan cuarenta días para que vaya dándoles largas entre mail y mail… tiempo que el obsesivo androide aprovecha, como idiota, para crear facebook.

Cuando vuelvo del cine leo que Steve Jobs ha invitado a Zuckerberg a su casa para ver si su Pong… puede integrarse en facebook. En efecto. Eso es lo que acaba de suceder, hace tan poco, que está sucediendo. Lo que le dice a Zuckerberg Sean Parker, el vividor, el creador de Napster: «Tú has de ser el presidente. No dejes que te digan que es la hora de los mayores». No recuerdo quién describió el cambio de paradigma: por vez primera en la historia de la humanidad los adolescentes dominan algo que no saben hacer los adultos. Es exacto, con la salvedad del deporte.

Por lo demás la película vuelve a probar que los temas siguen siendo cuatro y los argumentos cuatro millones, y creciendo. La inteligencia de Zuckerberg fue escribir cuatro millones de líneas de código para follar. Los otros, por supuesto. Que él todavía no está en edad.
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Novela, documentación y papeles

Me ha sorprendido descubrir la cantidad de basura que genera escribir: versiones, notas, papeles, más versiones y muchas más notas.

La novela empieza así:

Dinópolis es el museo paleontológico en el que voy a trabajar durante el verano. Estoy en el autobús que me lleva a Teruel, una ciudad con todos los inconvenientes de los pueblos y ninguna de las ventajas. Para distraerme, reconstruyo el polvo que he echado hace sólo un rato. De hecho aún queda algo del cosquilleo postcoito. Y pienso en cuánto tardaré en volver a ver a Lucas, al que no me atrevo a llamar novio. Aunque creo que somos bastante novios prefiero llamarlo amante. Ha sido un polvo de despedida. Después me he duchado y Lucas me ha acompañado a la estación de autobuses. Cierro los ojos esperando que cuando los abra ya haya llegado a Teruel.

Es miércoles por la mañana y me alegro de que Adrián, mi jefe, haya venido a buscarme a la estación. Adrián tiene un coche pequeño y blanco y lleva gafas de sol. Tengo frío, le digo, porque el aire acondicionado del autobús estaba demasiado alto. Además, el autobús ha parado en todos los pueblos desde Zaragoza a Teruel y me he mareado un poco. Metemos mi equipaje en el maletero y subimos al coche.

-Vamos a la casa en la que vas a vivir y así dejas la maleta, si te parece -dice Adrián.

-Como quieras -le respondo-. ¿Dinópolis está muy lejos? -pregunto para entablar una conversación.

-Un poco, pero no mucho. Esto es Teruel, no Nueva York.

Adrián es bajito y muy simpático, se mueve con agilidad y tiene los ojos verdes. Es la primera vez que nos vemos. Hablamos por teléfono hace un par de semanas y Adrián bromeó conmigo, me preguntó si no me había arrepentido y me dijo los horarios de los autobuses. También me preguntó si iría a los ensayos, pero yo no podía porque aún no había acabado los exámenes. Me deseó suerte y me dijo que si tenía algún problema lo llamara y que me esperaba el 30 de junio.

-Vas a vivir en el 7.º C, de cielo -dice Adrián mientras se cierran las puertas del ascensor. Estoy a punto de decirle que es la primera vez que vivo en una casa con ascensor.

-De momento, sólo hay dos juegos de llaves, así que tendréis que hacer una copia mañana. Pedid un ticket para que os pueda devolver el dinero -continúa él y yo asiento.

Ya hemos llegado. Adrián toca el timbre y aparece Ana: una chica bajita y sonriente que lleva gafas de pasta. Nos damos dos besos.

-Bueno, pues yo me voy -dice Adrián y me siento indefensa de pronto-. Nos vemos en Dinópolis.

-Ven, te voy a enseñar la casa -sigo a Ana, que habla deprisa y me da demasiadas explicaciones. Por fin llegamos a mi habitación-. Es la más pequeña porque has llegado la última, pero no te preocupes, si necesitas una cama de matrimonio, te puedo dejar la mía. Si yo estoy sola, claro. ¿Qué te parece la casa? -Ana deja que me lo piense y, antes de que pueda decir nada, continúa-. Mola tener una terraza. He pensado que podemos cenar allí, creo que la mesa de la cocina cabe en la terraza. Seguro que por la noche corre aire.

Saco mi paquete de tabaco y le ofrezco un cigarro a Ana. Estamos en mi habitación: hay una cama, un armario y una mesa.

-Parece la habitación del hijo -digo y le doy el mechero a Ana.

Mi habitación está al lado del baño, así que cuando Luis, mi otro compañero de piso, sale con una toalla en la cintura, estamos a punto de chocarnos. Sólo nos damos dos besos.

-Qué suerte has tenido de encontrarme así -dice Luis muy serio. Luego se da la vuelta y lo miro: un poco más arriba del omoplato derecho veo una especie de peca gigante, son pelos.

-¿Vamos a la cocina? -dice Ana.

-Joder, no tengo comida. No he comprado nada ni me he traído nada.

-No te preocupes, yo tengo un montón de comida. Vine con mis padres y me han llenado la nevera. Además trajimos mi bici. ¿Qué quieres comer? ¿Te gusta todo? –asiento-. Pues vamos a hacer una ensalada y abrimos una lata de algo que haya.

Mientras preparamos la ensalada, me entero de que Luis y Ana se conocen de la Escuela de Teatro, de que Ana canta y de que Luis tiene esa voz entre ronca y demasiado aguda siempre.

-¿Te gusta el maíz en la ensalada? – me pregunta. He terminado de cortar tomate.

Luis aparece, ahora vestido, y trae un papel en la mano.

-Vamos a hacer un concurso, Violeta. Si quieres puedes participar -dice Luis.

-¿De qué va? -pregunto.

-Es un concurso para saber quién folla más en todo el verano. He apuntado nuestros nombres y cada vez que follemos, pondremos una cruz. Pero sólo valen los polvos que se echen en la casa.

-Ah, está muy bien -digo intentando que suene de verdad.

-Entonces, ¿quieres participar? -pregunta Luis.

-Bueno, ya me has apuntado, ¿no?

El concurso me parece una gilipollez. Pero Luis va a ser mi compañero de piso y tendré que aguantarlo. Ayudo a Ana a poner la mesa en la terraza.

-¿Y qué vas a hacer en Dinópolis? -pregunta Luis.

-No lo sé -digo-, creo que el Rex. Pero no sé de qué va.

-Qué suerte -dice Luis-. Es un espectáculo super chulo, a mí me encantaría poder hacerlo.

-¿Por qué no puedes?

-Sólo lo hacen las chicas.

-Ah. ¿Por qué?

-Ya lo verás -dice Luis, intentando crear misterio.

Endorfinas

Siempre había dicho que los únicos deportes que estaba dispuesta a practicar eran: la natación, los partidos de los domingos con mis hermanos y mi padre y el sexo. Dije que nunca iría a correr. Y esta mañana me he levantado antes de las 9, me he vestido y me he puesto unas zapatillas de deporte un par de números grandes, pero no tengo otras aquí, y he salido a la calle. Es cierto que me he tenido que parar y andar antes de llegar a Gran Vía. Es cierto que ni siquiera he llegado al campus. Pero me he levantado y he cumplido mi objetivo: a las 9.15 estaba despierta y con la cabeza despejada. Así que me he podido poner a trabajar sin mirar páginas absurdas cada dos minutos. No sé cuánto durará mi nuevo propósito, ni hasta cuándo funcionará. De momento, empiezo a ir contra mis prejuicios. La madurez. Espero que mi cerebro empiece a liberar endorfinas.

Viajes y libros

Romina Paula. La foto está tomada de aquí.

Una de las mejores cosas de viajar es descubrir cosas: escritores, discos, películas. Algunas te decepcionan o te dejan indiferente, esperabas más o no era para tanto. Pero siempre hay sorpresas que no esperabas y que te hacen un poco más feliz.
En Buenos Aires no compré alfajores, ni traje materas para todos ni una camiseta de Maradona para mi padre -cosa de la que me arrepiento- pero invertí en libros, películas y discos. Compré un poco a lo loco varios libros de Entropía que, luego me enteré, publica sobre todo a autores noveles, y que publicó Las teoría salvajes de Pola Oloixarac. Me he llevado, de momento, dos tremendas alegrías, en realidad, tres: las dos novelas de Romina Paula, ¿Vos me querés a mí? y Agosto, y Los domingos son para dormir, de Sonia Budassi, un libro de relatos que te persigue una vez lo has terminado.

Romina Paula es además dramaturga y actriz.
Sonia Budassi mantiene un blog.

Piglia, Fijman y el taxi

Habíamos actuado en la Feria del Libro por la mañana. Habían actuado y yo había fracasado estrepitosamente en mi función de técnico de luces, entre otras cosas, porque no veía y el técnico no me prestó su linterna porque estaba comiendo. Me había dicho que le gustaban mucho mis anteojos, se refería a mis gafas de sol, y yo decidí que no me iba a separar de ellas ni del bolso en todo el bolo. Después habíamos comido un sandwich de jamón de york y queso y yo había hecho tiempo recorriendo los stands de la Feria, el pabellón amarillo, parte del verde y el azul. Me dejé el ocre. Esperaba que se hicieran las seis de la tarde para escuchar a Ricardo Piglia, que daba una conferencia sobre “La tradición en la literatura argentina”. Me había comprado Respiración artificial, en la edición de Anagrama, para que me lo firmara y así tener una excusa para acercarme a él y pedirle una entrevista. En cuanto acabara la conferencia tenía que llegar a Arismendi, cerca de Los Incas, para ver Yo soy Fijman en el teatro El Crisol. No sabía cómo haría, podía ir en autobús y luego en metro, metro y taxi o taxi, pero ahora sólo me preocupaba Piglia. En la fila para la conferencia, que se formó casi una hora antes de la apertura de puertas, hice amigos: dos señoras que me preguntaban por España y un hombre, acompañado de una pareja, que me animaba a acercarme a Piglia, él también quería saludarle y regalarle un libro. Me senté en primera fila y tomé notas. Al final me acerqué a él, me firmó el libro con mucho cariño. Lo de la entrevista ya veríamos.

Salí a la calle aturdida, como se sale de los centros comerciales en los que se pierde la noción del tiempo. Era de noche. No sabía qué hora era ni cuanto tiempo tenía para llegar a Crisol. De camino a la plaza de Italia, donde están las entradas de metro y las paradas de autobuses, intentaba decidirme por el medio de transporte y la dirección que iba a seguir. Lo más sencillo, sin lugar a dudas, era el taxi. Pero me daba miedo: había oído historias de timos y estafas, había leído historias de secuestros exprés en los periódicos y había escuchado anécdotas en las que los viajantes se bajaban del taxi a mitad del trayecto por miedo. Le pregunté a un chico que caminaba casi a mi lado y parecía normal. Me dijo que el trayecto me podía costar 30 pesos y me dijo que eran las siete y media.
El primer taxi que vi no me dio confianza, aconsejan no subirse a los taxis en los que no ponga radio taxi y en este no lo ponía; el segundo no paró; en el tercero, por fin, pude subir. Le expliqué dónde iba, aunque no sabía el número. Así que llamó a la centralita para que le dieran las coordenadas. No me podía poner el cinturón. Iba muy atenta, mirando el nombre de las calles por si se desviaba de la ruta para robarme y exigir un rescate por mí. Me preguntó qué hacía en Buenos Aires y le conté. Hablamos de Cuba. Mientras yo le contaba que habíamos estado en Cienfuegos, me di cuenta de que buscaba algo en el bolsillo izquierdo de su pantalón, oía el ruido y no alcanzaba a ver qué hacía. Pensé que me iba a sacar una pistola o una navaja, que me quitaría mi cámara de fotos, pensaba en el ejemplar firmado por Piglia, pensaba que no llevaba mucho dinero encima ni un móvil, recordé el teléfono de mi padre, por si exigía un rescate. Mientras intentaba que no se me notara que pensaba que era un delincuente. Finalmente, encontró lo que buscaba: sacó un paquete de chicles y me ofreció uno. Habíamos llegado y la función aún no había empezado.