Profesores

Esta semana han empezado las clases y me he puesto a pensar con cierta nostalgia y melancolía en mis años escolares. En Zaragoza estuve en dos colegios: el de la Magdalena, idealizado en una mezcla de recuerdos e invenciones, y el Cervantes, que hace años dejó de ser un colegio. De allí recuerdo con pavor el día que doña Inés le pidió a una compañera que sacara la lengua mientras sujetaba unas enormes tijeras. Mi compañera había cometido una grave transgresión: había dicho jolines.

En un pueblo de Teruel tuve una maestra viuda, nos hacía coser y cantar en las clases de plástica y nos enseñaba su álbum familiar mientras contaba el cáncer de pulmón de su marido. Santiago, en otro pueblo, era de Zaragoza y vivía en una casa pegada a las escuelas: era moreno y nos ponía unas ecuaciones infinitas. En Cantavieja tuve a dos chicas jóvenes, una rubia y una morena, una de Zaragoza y otra de Valencia, una me daba historia y la otra física y matemáticas; las adoraba a las dos. Hubo un señor mayor, a punto de jubilarse, horrible que me daba lengua y francés.

A casi todos mis amigos les ha marcado un profesor de literatura. Yo no tuve esa suerte tampoco en el instituto Miguel Catalán, en Zaragoza. Sí recuerdo una profesora de literatura simpática y alegre en 3º de la ESO. Allí daba clase María José Faci, que sí marcó a muchos de mis compañeros, pero nunca fui alumna suya. Luego tuve un profesor de lengua que no me caía muy bien, incluso antes de decirme que redactaba mal. Me molestó cuando, al reincorporarse tras una baja, despreció a la joven profesora que le había sustituido. Le gustaba hacer las presentaciones de los escritores cuando venían a dar charlas. En algo acertó: acabé haciendo Filología Hispánica, como vaticinó, aunque estuve a punto de matricularme en cualquier otra cosa solo por no darle la razón.

Ahí tuve una profesora de inglés a la que luego veía en la facultad -se matriculó en Historia del Arte-, a una de biología a la que recuerdo embarazada, y a uno de filosofía al que todos respetábamos. El mejor profesor que tuve iba precedido por su fama de duro, implacable y exigente: se llamaba Javier Barrio, pero en el instituto le llamábamos “el lobo”. Me daba miedo y me enseñó casi todo lo que sé de sintaxis y de hacer comentarios de texto. Me da pena que entonces la literatura no estuviera incluida en el temario. Javier Barrio se prejubiló hace años. Un invierno nos encontramos en la avenida Valencia. Hablamos un poco. Ya no asustaba. Me dijo que recordaba mis argumentaciones feministas en algunos análisis y me confesó que me imaginaba más radical. Él tampoco encajaba ya en la imagen que guardaba de él.

*Bañera publicada el domingo 21 de septiembre en Heraldo domingo.

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